Donoso,José - Jolie Madame.pdf

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José Donoso
«Jolie Madame»
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Los crepúsculos veraniegos en la playa de Cachagua, sobre todo en días de
semana, suelen ser encantadores. No sólo por las coloraciones espectaculares del mar
y del cielo, sino por el ambiente de quietud del balneario, deliciosamente seguro,
aburrido y familiar: es un lugar donde todos se conocen o pueden llegar a conocerse
sin necesidad de saltar barreras demasiado altas durante los veraneos que para
algunas matronas duran dos meses, y para los maridos todos los fines de semana de
enero y febrero. Los niños más chicos y los que ya no son tan chicos forman
simpáticos grupos que se reúnen en casas conocidas, o juegan a la paleta o al volley-
ball en la playa, o en la tarde se van a Zapallar a un partido de baby-football, en el auto
prestado por la mamá pese a que el niño no tiene edad para manejar, o se instalan en
las terrazas de troncos a escuchar la estridente música de la adolescencia. Bajo los
eucaliptus y pinos de la puntilla las casas con sus techos de coirones se protegen del
tierral callejero tras cercos de pitosporus, lo cual confiere al caserío un aire poco
ostentoso de polvoriento poblacho de fundo. Todo esto le da independencia a quien
la busque, sin que nadie considere que esta aspiración sea una forma de hostilidad. Y
para no parecer hostil basta con saludar con la mano y desde lejos a los conocidos, y
no instalarse excesivamente aparte de las señoras que, sentadas en sus toallas de
Hermés o de Pierre Cardin, comentan los sucesos domésticos más corrientes, o
juegan con uno de esos juegos modernos de plástico y acero que un marido trajo de
regalo la semana pasada al regresar de su viaje de negocios a Miami.
El lujo de Cachagua es la gran creciente de su playa larga y despoblada, una
franja de arena delimitada por dunas a la salida del pueblo, y por abruptos cerros
pelados que caen hasta la playa misma, más allá. Para mantener la línea —y con la
cuarentena a la vista se presentan los antipáticos problemas de la guerra contra la
celulitis y contra los kilos de más que el veraneo propicia con tres whiskies en lugar de
uno a la hora de los tragos en las terrazas familiares—, Adriana, Luz y Sofía,
confiando la vigilancia de sus hijos más chicos a amigas poco emprendedoras, casi
todas las tardes se empeñaban en caminatas de tres kilómetros de ida y tres
kilómetros de vuelta hasta el extremo opuesto de la playa, en dirección a Maitencillo.
El mar era liso y el regreso generalmente dorado a esa hora benigna, como todo en el
balneario era benigno. Bordeando el fantástico espejo negro que la ola al retirarse
dejaba fugazmente sobre la arena para duplicar el cielo, marchaban las tres mujeres.
La arena, firme como esperaban que se conservaran sus carnes todavía durante unos
años, era hollada vigorosamente y a conciencia por sus plantas: Luz había leído, no
recordaba si en una Elle o en una Cosas, la recomendación de caminar por la playa
con los pies desnudos para que los tendones hicieran trabajar a todos los músculos
del cuerpo y redujeran las redundancias que amargaban sobre todo a la pobre Luz:
no era para tanto, le repetían Adriana y Sofía, sólo que parecía más porque su estatura
era menor que la de ellas. En todo caso, Luz, Adriana y Sofía eran tres animales
magníficos, maduros, graciosos, que hablaban y reían sin cesar durante estas
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caminatas pese a lo rápido de sus trancos. El tostado veraniego hacía resaltar el brillo
risueño y malicioso de los ojos azules de Luz, estriando su melena rubia: belleza fácil
y acogedora, una monada, decían todos.
—Mijita rica —le gritaban los trabajadores desde los andamios en Santiago al
verla pasar con su vestido demasiado ceñido con la errónea esperanza de verse más
delgada, o porque era del año pasado, cuando pesaba un kilo menos.
—¿Qué le voy a hacer si soy gusto de roto? —comentaba después, muerta de
la risa, con sus amigas.
Sofía, en cambio, airosa y desenvuelta, era de piernas y brazos largos como
una amazona, y en verano concertaba un pacto con el sol para que tiñera de castaño
el pelo, y castaña la piel donde lucían sus ojos también castaños, realzados por
bikinis color cascara o shorts y camisas beige o café, toda entera de un tono. Y
Adriana, que era la más clásicamente bella de las tres mujeres, con su pelo negro y
sus ojos de carbón, y sus muslos y sus brazos suaves y maduros y llenos, permitía,
controlando el sol con sombreros y cremas precisas, que durante el verano su piel
tomara el rico color del coñac más claro, de modo que sus pestañas proyectaran
sombras de seda sobre sus mejillas apenas doradas.
—Usted tiene ojos de araña peluda, mamá —solía decirle su hija Adrianita,
su regalona, el «concho», porque no pensaba tener más hijos.
Fue durante una de estas caminatas que Adriana les dijo a sus amigas que
Mario, su marido, avisó que no vendría a pasar este fin de semana con ella: le
convenía acompañar a un gringo que se interesaba por comprar grandes extensiones
de terreno en un lago del sur, cerca de Pucón, para el Club Méditerranée, y construir
un balneario al estilo europeo, muchísimo más lujoso que Pucón. Le prometió que
con Patricio, el marido de Sofía, le iba a mandar un regalito para que no se olvidara
de él. Sólo le sería posible regresar a Cachagua el fin de semana subsiguiente, porque
acompañaría al gringo durante toda esa semana de modo que nadie se lo levantara
mientras permaneciera en Chile; ya que no estaban las cosas como para arriesgarse a
dejarlo en las mandíbulas de tantos tiburones: todo el mundo andaba loco en busca
de hacer negocios con capital extranjero porque capital chileno ya no había.
—Qué lata, ¿no? —comentó Adriana.
—Harto carajo, Mario —dijo Luz, lanzando un guijarro plano para hacerlo
rebotar en la superficie blanca del agua, sin detener su marcha—. Te tiene encerrada
aquí todo el verano con los chiquillos, y ahora se va a pasarlo regio en Pucón sin
siquiera convidarte.
—Pero dice que si sale el negocio del Club Méditerranée nos convidarían a
los dos a hacer una gira por los mejores lugares: Ibiza, Cerdeña, Marrakesh...,
imagínense...
—Sí, mientras tanto te deja aquí frita en tu propia calentura —rió Sofía—.
Dos semanas al palo, mijita, sobre todo con las ganas de por lo menos cacha por
noche que una acumula en el verano..., no sé si yo podría aguantar. Si Patricio me
hiciera eso a mí después de dos meses de responsabilidad latera con los chiquillos y
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las empleadas, me iría a Santiago sin avisarle y me lo culearía bien culeado antes de
dejarlo irse a Pucón con los gringos...
—¡Ay, Sofía, por Dios, qué manera de hablar! —rió Adriana.
—...a ver si le quedarían ganas de jugármela con esas rotas que contratan
para atender a los extranjeros...
Adriana parecía ser la menos indignada con su propia suerte. Podía esperar
a Mario. Le gustaba, incluso, esperarlo, romper la monotonía de los fines de semana
veraniegos acumulando amor, para gozar a su regreso con la sorpresa de lo que una
situación nueva podía producir entre ellos. Igual que Sofía —Luz no; escrupulosa,
confesaba tener miedo y demasiados niños—, si se presentaba la ocasión, Adriana no
se negaba a un breve pololeo con algún vistoso pájaro de paso que podía caer a la
hora de los tragos y de la chimenea encendida en la casa de los amigos. Pero Adriana
era de las que sabían exactamente hasta dónde le interesaba dejarse arrastrar en lo
que para ella nunca era más que un juego.
Al regresar del paseo, al otro extremo de la playa, vieron cómo Cachagua
oscurecía bajo los eucaliptus enredados en la neblina de la tarde. Se había levantado
un poco de aire, y Adriana recibió el halago de ese vientecito filudo tallando la
estructura de su cara un poco huesuda, permitiendo que penetrara en la gran
intimidad oscura de su pelo suelto, y que su tacto le agasajara las piernas
descubiertas por los shorts.
—Y cuando aparezca Mario —comentó Sofía—, mejor que te traiga un buen
regalo.
—Nunca se olvida.
—¿Qué te trajo el viernes pasado?
—Un Jolie Madame, de Balmain...
—Harto penca. Lo debe haber comprado de pasada, a última hora, en la
botica de la esquina de su oficina antes de venirse para acá, para cumplir.
—No venden Jolie Madame en las boticas porque es un perfume raro, un
poco pasado de moda, que cuesta encontrar. Pero a mí es el que más me gusta.
Sofía y Luz se adelantaron un poco, con su cháchara alrededor de temas
tributarios, al de la ausencia de Mario el próximo week-end. Atrás, un poco más lenta
porque lo quiso así y pretextó observar al pescador solitario que saliendo del agua
regresaba a su carpa improvisada contra los cerros, Adriana se dijo que si bien
echaría de menos a Mario, su espera sería un poco distinta a la espera de sus amigas.
No desconocía el hecho de que para ella las parejas exitosas que formaban consistían
casi exclusivamente en cama y crónica familiar. Les faltaba, iba pensando Adriana,
otra dimensión —guardada como un secreto peligroso, para que no la fueran a
encontrar «rara», que era lo imperdonable—, dimensión de su fantasía que ella
cuidaba como un fueguito muy privado en sus relaciones con Mario: ella amaba a
Mario. Se lo planteaba con exactamente esa terrible palabra, siútica y prohibida,
distinta a «querer», e incluso a «estar enamorada», o a «estar caliente con alguien»,
palabras que no estaban prohibidas, quizá por señalar sólo capas parciales. La
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