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LA NUEVA ATLANTIDA
Francis Bacon
Zarpamos del Perú (donde habíamos permanecido durante todo un año) hacia
China y Japón, por el mar del Sur, llevando provisiones para doce meses; tuvimos
vientos favorables del Este, si bien suaves y débiles, por espacio de algo más de
cinco meses. No obstante, luego el viento vino del Oeste durante muchos días, de
tal modo que apenas podíamos avanzar, y a veces, incluso, pensamos en regresar.
Pero más adelante se levantaron grandes y fuertes vientos del Sur, con la ligera
tendencia hacia el Este, que nos llevaron hacia el Norte; por este tiempo las
provisiones nos faltaron, aunque habíamos hecho buen acopio de ellas. Al
encontrarnos sin provisiones, en medio de la mayor inmensidad de agua del
mundo, nos consideramos perdidos y nos preparamos para morir. Sin embargo,
elevamos nuestros corazones y voces a Dios, al Dios que "mostró sus milagros en lo
profundo", suplicando de su merced que así como en el principio del mundo
descubrió la faz de las profundidades y creó la Tierra, descubriera ahora también la
Tierra para nosotros, que no queríamos perecer.
Y sucedió que al día siguiente por la tarde vimos ante nosotros, hacia el Norte, a
poca distancia, una especie de espesas nubes que nos hicieron concebir la
esperanza de encontrar tierra; sabíamos que aquella parte del mar del Sur era
totalmente desconocida, y que podría haber en ella islas o continentes que todavía
no se hubieran descubierto. Por consiguiente, viramos hacia el lugar donde veíamos
señales de tierra, y navegamos en aquella dirección durante toda la noche; al
amanecer del día siguiente pudimos comprobar con claridad que era tierra, en
efecto, llana y cubierta de bosque; y esto la hacía aparecer más obscura. Después
de hora y media de navegación penetramos en un buen fondeadero, que era el
puerto de una bella ciudad; no era grande, ciertamente, pero estaba bien
edificada y ofrecía una agradable perspectiva desde el mar. Y figurándose los
largos los minutos hasta que estuviéramos en tierra firme, llegamos junto a la costa.
Pero inmediatamente vimos a muchas personas, con una especie de duelas en las
manos, que parecían prohibirnos desembarcar; no obstante, sin exclamaciones ni
signos de fiereza, sino sólo como avisándonos mediante signos de que nos
alejáramos. Entonces, bastante desconcertados, nos consultamos unos a otros
acerca de lo que deberíamos hacer.
Durante este tiempo nos enviaron un pequeño bote con unas ocho personas a
bordo, de las cuales una llevaba en la mano un bastón de caña, amarillo, pintado
de azul en ambos extremos; subió el hombre a nuestro barco sin la menor muestra
de desconfianza, Y cuando vio que uno de nosotros se hallaba ligeramente
destacado de los demás, sacó un pequeño rollo de pergamino (un poco más
amarillo que el nuestro, y brillante como las hojas de las tablillas de escribir, pero
suave y flexible), y se lo entregó a nuestro capitán. En este rollo estaban escritas en
hebreo y griego antiguos, en buen latín escolástico y en español las siguientes
frases: "No desembarque ninguno de ustedes y procuren marcharse de esta costa
dentro de un plazo de dieciséis días, excepto si se les concede más tiempo.
Mientras tanto, si desean agua fresca, provisiones o asistencia para sus enfermos, o
bien alguna reparación en su barco, anoten sus deseos y tendrán lo que es
humano darles." El texto se hallaba firmado con un sello que representaba las alas
de un querubín, no extendidas sino colgando y junto a ellas una cruz. Después de
entregarlo, el funcionario se marchó dejando sólo a un criado con nosotros para
hacerse cargo de nuestra respuesta.
Consultando esto entre nosotros nos encontrábamos muy perplejos. La negativa a
desembarcar, y el rápido aviso de que nos alejáramos, nos molestó mucho; por otra
parte, el saber que aquellas personas dominaban algunos idiomas, y poseían tanta
humanidad, nos confortaba no poco. Y, sobre todo, el signo de la cruz en aquel
documento nos causaba una gran alegría, como si constituyera un presagio cierto
de buena fortuna. Dimos nuestra respuesta en español: "Que nuestro barco estaba
bien, ya que nos habíamos encontrado mucho más con vientos suaves y contrarios
que con tempestad alguna. Que respecto a nuestros enfermos, había muchos, y en
muy mal estado; de modo que si no se les permitía desembarcar, sus vidas corrían
peligro." Expresamos en particular nuestras otras necesidades añadiendo. "que
teníamos un pequeño cargamento de mercancías, de modo que si querían
comerciar con nosotros podríamos así remediar nuestras necesidades sin constituir
una carga para ellos." Ofrecimos como recompensa algunos doblones al criado y
una pieza de terciopelo carmesí para que se la llevara al funcionario; pero el
criado no las aceptó; apenas las miró; así, pues, nos dejó, regresando en otro
pequeño bote que había acudido por él.
Unas tres horas después de haber enviado nuestra contestación vino hacia nosotros
una persona que, al parecer, poseía autoridad. Vestía una toga de amplias
mangas, hecha de una especie de piel de cabra, de un magnífico color azul
celeste y mucho más llamativa que las nuestras; la ropa qué llevaba deba o era
verde, lo mismo que el sombrero; tenía éste la forma de un turbante, estaba muy
bien hecho, y no era tan grande como los turbantes turcos; los rizos de su pelo
sobresalían por los bordes. Era un hombre de aspecto venerable. Venía en un bote,
dorado en algunas partes, acompañado sólo de cuatro personas; lo seguía otro
bote con unas veinte. Cuando estuvo a un tiro de flecha de nuestro barco, nos
hicieron indicaciones de que enviáramos a algunos de los nuestros a su encuentro
en el agua, cosa que hicimos mandando al segundo de abordo y acoinpañándolo
cuatro de nosotros.
Cuando estuvimos a seis yardas de su bote, nos ordenaron detenernos, y así lo
hicimos. Y entonces el hombre a quien he descrito antes se levantó y en alta voz
preguntó en español: "¿Son ustedes cristianos?". Respondimos afirmativamente, sin
miedo a que pudiera sernos perjudicial, a causa de la cruz que habíamos visto en
el manuscrito. Al oír esta respuesta, la mencionada persona levantó su mano
derecha hacia el cielo, la bajó suavemente hasta su boca (que es la señal que
ellos hacen cuando dan gracias a Dios), y después dijo: "Si todos ustedes juran, por
los méritos del Salvador, que no son piratas ni han derramado sangre, legal o
ilegalmente, en los cuarenta últimos días, tendrán permiso para desembarcar".
Contestamos que estábamos dispuestos a prestar juramento. Entonces uno de sus
acompañantes que, según parecía, era notario legalizó el hecho mediante acta.
Realizado esto, otro de los acompañantes del personaje, que se encontraba con él
en el mismo bote, y después de escuchar las palabras que su señor le murmuró, dijo
en voz alta: "Mi señor quiere hacerles saber que no se debe a orgullo o dignidad el
hecho de que no haya subido al barco; sino porque en su respuesta ustedes
declararon que tenían muchos enfermos, por cuyo motivo el Director de Sanidad de
la ciudad le advirtió que mantuviera cierta distancia". Le hicimos una reverencia,
respondiendo que nos consideráramos sus humildes servidores, y que estimáramos
como un gran honor y una singular muestra de humanitarismo lo que ya había
hecho por nosotros; no obstante, esperábamos que no fuera infecciosa la
enfermedad que padecían nuestros hombres. Se volvió él y poco después subió a
bordo de nuestro barco el notario, llevando en la mano un fruto del país, parecido
a una naranja, pero de un color entre morado y escarlata, y que desprendía un
perfume excelente. Lo empleaba, según parecía, para preservarse de una posible
infección. Nos tomó juramento "en nombre y por los méritos de Jesús", diciéndonos
a continuación que hacia las seis de la mañana del día siguiente se nos llevaría a
la Casa de los Extranjeros (así la llamó él) , donde se nos acomodaría a todos, a los
sanos y a los enfermos. Cuando se iba a marchar le ofrecimos algunos doblones,
pero sonriendo dijo que no se le debía pagar dos veces por un solo trabajo; quería
decir con esto (según me pareció comprender) que le bastaba con lo que el Estado
le pagaba por sus servicios, según supe más adelante, al funcionario que acepta
gratificaciones le llaman "Pagado dos veces".
A la mañana siguiente, muy temprano, llegó el mismo funcionario del bastón que
ya conocíamos y nos dijo que venía a conducirnos a la Casa de los Extranjeros y
que había anticipado la hora "para que pudiéramos tener libre todo el día con
objeto de dedicarnos a nuestras ocupaciones. Pues -añadió- si siguen mi consejo,
deben venir primero sólo unos cuantos de ustedes, examinar el lugar y ver qué es lo
que les conviene; y después pueden enviar por sus enfermos y los hombres restantes
para que desembarquen." Se lo agradecimos diciéndole que Dios le premiaría la
molestia que se tomaba con los desolados extranjeros que éramos nosotros. Así,
pues, desembarcamos con él seis de nosotros; cuando estuvimos en tierra, él, que
marchaba delante, se volvió y nos dijo que no era sino nuestro servidor y guía. Nos
condujo a través de tres bellas calles, y a todo lo largo del camino que seguimos
había reunidas personas, a ambos lados de la calle, colocadas en fila; pero se
mantenían tan corteses que parecía que no estaban allí para maravillarse de
nosotros sino para darnos la bienvenida; muchas de ellas, a medida que
pasábamos, extendían ligeramente los brazos, cosa que hacen cuando dan la
bienvenida.
La Casa de los Extranjeros es un edificio bello y espacioso, construido de ladrillo, de
un color algo más azul que el nuestro; tiene elegantes ventanales, unos de cristal y
otros de una especie de batista impermeabilizada. Nos llevó primero a un saloncito
del primer piso y nos preguntó entonces cuántos éramos y cuántos enfermos había.
Le respondimos que en total unas cincuenta personas, de las cuales diecisiete
estaban enfermas. Nos recomendó que tuviéramos un poco de paciencia y que
esperáramos hasta que volviera, lo que, en efecto, hizo una hora más tarde; nos
condujo entonces a ver las habitaciones que habían preparado, y que eran
diecinueve en total. Al parecer habían sido dispuestas para que cuatro de ellas que
eran mejores que las restantes, albergaran a los cuatro hombres principales de
entre nosotros, individualmente; las otras quince para los demás, dos por cada
habitación. Eran los cuartos elegantes, alegres y muy bien amueblados. Nos
condujo luego a una larga galería, parecida al dormitorio de un convento, donde
nos mostró a todo lo largo de un lado (pues el otro estaba constituido por la pared y
las ventanas) diecisiete celdas, muy limpias, separadas unas de otras por madera
de cedro. Como en total había cuarenta celdas (muchas más de las que
necesitábamos) se destinaron a enfermería para las personas enfermas. Nos dijo,
además, que cuando alguno de nuestros enfermos se sintiera bien se le trasladaría
de su celda a una habitación; con este objeto habían preparado diez habitaciones
disponibles, además del número de que hablamos antes. Realizado esto, nos llevó
de nuevo al saloncito, y levantando un poco su bastón (como suelen hacer cuando
dan una orden o un encargo), nos dijo: "Deben ustedes saber que nuestras
costumbres disponen que pasado el día de hoy y de mañana (días que les
dejamos para que todas las personas desciendan del barco) , permanezcan sin
salir de esta casa durante tres días. Pero no se molesten ni crean que se trata de
una restricción de su libertad, sino para que se acomoden y descansen. No
carecerán de nada, y hay seis personas que tienen la misión de atenderlos
respecto a cualquier asunto que necesiten resolver en la calle." Le dimos las gracias
con el mayor afecto y respeto, y dijimos: "Dios, con seguridad, está presente en esta
tierra." Le ofrecimos también, veinte doblones, pero sonrió y dijo únicamente:
"¿Cómo? ¡Pagado dos veces!". Y se marchó.
Poco después nos sirvieron la comida, que fue muy buena, tanto el pan como la
carne; mejor que en cualquier colegio universitario que yo haya conocido en
Europa. Nos dieron también tres clases de bebidas, todas ellas sanas y buenas;
vino, una bebida hecha de grano, como nuestra cerveza, pero más clara, y una
especie de sidra elaborada con frutas del país; bebida ésta maravillosamente
agradable y refrescante. Nos trajeron, además, gran cantidad de las naranjas
escarlata, a las que ya me he referido, para nuestros enfermos; nos dijeron que
constituían un eficaz remedio para las enfermedades adquiridas en el mar. Nos
dieron también una caja de pequeñas píldoras grises o blanquecinas, pues querían
que nuestros enfermos tomaran una cada noche antes de dormirse; aseguraron
que les ayudaría a curarse rápidamente.
Al día siguiente, después que cesaron las molestias ocasionadas por el transporte
de nuestros hombres y equipajes desde el barco, y que estuvimos instalados y algo
más tranquilos, consideré razonable reunir a todos los hombres, y cuando lo
estuvieron les dije: "Queridos amigos: vamos a examinar nuestra situación y a
nosotros mismos. Cuando nos considerábamos encerrados en las profundidades
marinas, he aquí que nos encontramos arrojados en tierra, como Jonás del vientre
de la ballena; y ahora que estamos en tierra nos hallamos, sin embargo, entre la
vida y la muerte, pues nos encontramos más allá del viejo y del Nuevo Mundo; si
hemos de volver a contemplar de nuevo a Europa, sólo Dios lo sabe. Una especie
de milagro nos ha traído aquí, y algo así tendría que suceder para sacarnos. Por lo
tanto, en agradecimiento por nuestra pasada liberación y por nuestro peligro
presente y los futuros, veneremos a Dios, y que cada uno de nosotros haga un acto
de contrición. Además, nos encontramos entre un pueblo cristiano, piadoso y
humano: presentémonos ante ellos con la mayor dignidad posible. Pero aún hay
más; puesto que nos han encerrado entre estas paredes (aunque muy cortésmente)
durante tres días, ¿no es acaso con objeto de observar nuestra educación y
comportamiento? Y si lo encuentran malo, alejarnos; si bueno, concedernos más
tiempo. Estos hombres que nos atienden tal vez nos vigilan. ¡Por amor de Dios,
puesto que amamos el bienestar de nuestras almas y cuerpos comportémonos
como Dios manda y hallaremos gracia ante los ojos de este pueblo!
Todos, unánimemente, me agradecieron la advertencia, prometiendo vivir sobria y
pacíficamente, sin dar la menor ocasión de ofensa. Así pues, pasamos nuestros tres
días alegremente, despreocupados, esperando saber qué harían con nosotros
cuando expiraran. Durante aquel tiempo tuvimos la satisfacción constante de ver
mejorar a nuestros enfermos, quienes se creían sumergidos -en alguna fuente
milagrosa, ya que mejoraban con tanta naturalidad y rapidez.
Cuando hubieron transcurrido los tres días, a la mañana siguiente, se presentó un
hombre, al que no habíamos visto antes, vestido de azul como el primero, excepto
su turbante que era blanco con una pequeña cruz roja en lo alto. Llevaba también
una esclavina de lino fino. A su llegada se inclinó ligeramente ante nosotros y
extendió sus brazos. Por nuestra parte lo saludamos humilde y sumisamente,
pareciendo que recibiríamos de él una sentencia de vida o muerte. Deseaba
hablar con algunos de nosotros. Sólo permanecimos seis y el resto abandonó el
aposento. Dijo: "Por mi profesión soy Gobernador de esta Casa de los Extranjeros, y
por vocación sacerdote cristiano; y por esto, dada vuestra condición de extranjeros,
y principalmente de cristianos, es por lo que vengo a ofrecerles mis servicios. Puedo
decirles algunas cosas, que creo escucharán de buena gana. El Estado les
concede permiso para que permanezcan aquí durante seis semanas; y no se
preocupen si sus necesidades exigen un plazo más amplio, pues la ley no es muy
precisa acerca de este punto; y no dudo de que yo mismo podré conseguirles el
tiempo que sea conveniente. Sabrán ustedes que la Casa de los Extranjeros es rica
ahora, ya que conserva ahorradas las rentas de estos últimos treinta y siete años, y
en este tiempo no ha llegado aquí ningún extranjero; no se preocupen, el Estado
costeará todo durante su estancia entre nosotros. Por esto, no tengan prisa.
Respecto a las mercancías que han traído se emplearán, y cuando regresen
tendrán. El equivalente en mercancías, o en oro y plata; pues para nosotros es lo
mismo. Si tienen que hacer alguna petición, no la oculten, pues observarán que,
sea cualquiera la respuesta que reciban, no dejarán de hallarse protegidos. Sólo
debo advertirles que no deben retirarse más de un karan (milla y media entre ellos)
de las murallas de la ciudad sin un permiso especial."
Respondimos, tras de mirarnos los unos a los otros durante corto tiempo, admirando
este trato gracioso y paternal, que no sabíamos lo que decir, ya que no teníamos
palabras bastantes para expresarle nuestro agradecimiento; y que sus nobles y
desinteresados ofrecimientos hacían innecesario preguntar nada. Nos parecía que
teníamos ante nosotros un cuadro celestial de nuestra salvación; habiéndonos
hallado muy poco tiempo antes en las fauces de la muerte, nos veíamos ahora en
un lugar donde sólo encontrábamos consuelos. Respecto a la orden que se nos
había dado no dejaríamos de obedecerla, aunque era imposible, a menos de que
nuestros corazones se inflamaran, que intentáramos ir más allá del límite en esta
tierra sagrada y feliz. Agregamos que primero nos quedaríamos mudos que olvidar
en nuestras plegarias su reverenda persona o a todo su pueblo. Le rogamos
también humildemente que nos considerara sus verdaderos servidores, con el
mismo derecho con que estuviera obligado cualquier hombre sobre la tierra; y que
poníamos a sus pies, tanto nuestras personas como cuanto poseíamos. Contestó
que él era un sacerdote y que sola buscaba la recompensa propia de un
sacerdote: nuestro fraternal cariño y el bien de nuestras almas y cuerpos. Se separó
de nosotros con lágrimas de ternura en sus ojos, dejándonos confundidos con una
mezcla de alegría y afecto, diciéndonos entre nosotros que habíamos llegado a
una tierra de ángeles, que se nos aparecían a diario, y nos anticipaban unas
comodidades que no pensábamos, ni, mucho menos, esperábamos.
Al día siguiente, a las diez, el Gobernador vino otra vez y después de saludarnos nos
dijo familiarmente que venía a visitarnos; pidió una silla y se sentó, y nosotros, que
éramos unos diez (los demás eran subalternos, y otros habían salido), nos sentamos
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