Tolstoi, Leon - Hadyi Murad.pdf

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L I B R O d o t . c o m
León Tolstoi
Hadyi Murad
Revisado por:
Nota Preliminar
La presente obra, una de las más tardías de León Tolstoi (1828-1910), revela en su composición una serie
de vicisitudes. Un primer borrador de ella data de 1896, en tanto que la primera versión impresa, tras una
docena de revisiones y con omisiones exigidas por la censura, es la de Moscú de 1912; y la que puede
considerarse como completa y definitiva es la de Berlín de ese mismo año. Trátase, pues, de una obra
póstuma, pero el hecho de serlo no se debe enteramente a descuido o indiferencia por parte de su autor.
Como se verá más adelante, Tolstoi sabía que la obra no podría ser publicada durante su vida. Quizá por
ello la compuso y revisó un poco a trompicones, no sólo según los altibajos de su interés por ella, sino,
dada la índole histórica de la obra, a medida que iba creciendo y profundizando su conocimiento de los
personajes y acontecimientos reales que en ella se ponen de manifiesto.
No cabe la menor duda de que la obra es, en lo esencial hisitóricamente verídica. En su concepción y
durante su composición, Tolstoi se documentó con rigor idéntico al de quien se prepara para escribir una
historia sensu stricto. Leyó recopiló y absorbió cuanto pudo agenciarse sobre la guerra del Cáucaso:
historias, periódicos, memorias, diarios personales, apuntes, cartas,. conversó con algunos de los que
habían participado en la contienda; y en cuanto a ambientación (tipos, lenguaje, paisajes, costumbres)
recurrió al rico acervo de recuerdos de su propia vida en el Cáucaso en 1851-53, primero como
funcionario administrativo y después como oficial de artillería. De su estancia en el Cáucaso y afición a
todo lo concerniente a él dejó como testimonio su obra Los cosacos, que, escrita en 1854, no fue publicada
hasta 1862. Ahora bien, con lo histórico, como cabe espera, se funde en Hadyi Murad lo imaginado, lo que
Tolstoi pone de su propia experiencia vital de su conocimiento del alma humana, de su sondeo en las
honduras del pensar, sentir y obrar de las gentes.
Al igual que en Los cosacos, Tolstoi revela en Hadyi Murad cuánto le afectó el conflicto entre dos estilos
de vida: la sencilla, regida por la tradición y la costumbre, de los montañeses del Cáucaso, y la compleja,
sujeta a vaivenes ideológicos, sociales y políticos -sin descontar las «modas» anejas a tales alteracionesde
los rusos «civilizados» empeñados en incorporar al Imperio a hombres y culturas que sobreviven al
margen de él Este conflicto, que tiene su origen en Rousseau (de quien tan devoto fue Tolstoi), y que tan
sobado fue luego por los románticos, había sido ya tratado en Rusia por Pushkin y Lermontov. Pero
Tolstoi lo «desromantizó» a tal punto que obras como Los cosacos y Hadyi Murad pueden leerse -y, en
efecto, son leídas no obstante ser «ficciones narativas»- como auténticos estudios etnológicos y
sociológicos. Es sabido que durante su estancia en el Cáucaso, acaso por aversión hacia la conducta de
sus propios compatriotas en aquella comarca, Tolstoi hizo lo posible por asemejarse a los indígenas,
esfuerzo que iba a encarnar en el personaje de Olenin, en Los cosacos, y más tarde, en Hadyi Murad, en el
de Butter, oficial del ejército ruso y vicioso de los naipes -como en un tiempo lo había sido Tolstoi-: «La
poesía de la vida peculiar e indómita de la montaña se adueñó aún más de Butler con el contacto que tuvo
con Hadyi Murad y sus murids [secuaces]. Se compró un beshmet [especie de gabán] y una cherkeska
[especie de túnica], unas polainas y le pareció que él tambt'én era montañés y vivía la misma vida que
ellos» (cap. 20),
A esta faceta costumbrista, y en contraste con ella, hay que agregar el designio de dar a la obra un
inequívoco sesgo político y social. El capítulo 15 está dedicado en su mayor parte al zar Nicolás L por el
que, como es notorio, Tolstoi sintió siempre viva antipatía. El retrato que de él hace el autor revela, con
abundantes pinceladas caricaturescas, a un hombre frío, fatuo, cruel lascivo e hipócrita, cuyo mayor solaz
cuando se siente a disgusto por cualquier motivo es preguntarse: «¿Qué sería de Rusia sin mí?» Más aún:
«¿Qué serían sin mí no sólo Rusia, sino Europa?» Nicolás es el dechado del déspota: se rodea de ministros
abyectos, prontos a poner en ejecución cualquier medida que decrete por cruenta o descabellada que sea, y
de una corte cuya pleitesía servil contribuye a fomentar y aplaudir el engreimiento y la petulancia del
autarca. Esta semblanza de Nicolás I fue la que impidió que la novela pudiese ser publicada durante la vida
de su autor.
Pero frialdad; crueldad; engreimiento y lascivia no son raras morales privativas de Nicolás. Lo son
también, aunque no tan finamente perfiladas, de su enemigo mortal el imam Shamil cabecilla religioso y
militar de los montañeses que luchan en el Cáucaso por su independencia y la integridad de su territorio.
La mirada «cansina», «mortecina», de Nicolás encuentra su paralelo en los ojos siempre «entornados» de
Shamil quien de ordinario «mantenía inmutable, como si fuera de piedra, el rostro pálido», La misma
abyección que ministros y cortesanos muestran ante el zar la encontramos en los consejeros y secuaces de
Shamil. Su palabra es ley, sus órdenes son inapelables. O sea, que con máscaras diferentes el despotismo
es esencialmente igual en todas partes.
Pero el personaje principal es, por supuesto, Hadyi Murad; lugarteniente de Shamil que acaba pasándose
a los rusos. Es, como todos los personajes principales de la novela, figura histórica, de la que se habló
mucho en Rusia a raíz de su deserción. Parece ser que Tolstoi no llegó a conocerle personalmente, pero sí
conoczo a quienes le conocieron, y ese conocimiento indirecto fue lo que le llevó con constancia y
dedicación a prueba de interrupciones, a perfilar la figura de ese individuo singular por el que llegó a sentir;
como se trasluce en la novela, irresistible afecto.
La edición utilizada es la de L. N. Tolstoi Sobranie sochinenii. Moskva: Gosudarstvennoe Izdatel’stvo
Hudoyhestvennoi Literatury, 1959, vol. 12.
JUAN LÓPEZ-MORILLAS
Glosario de vocablos no rusos empleados por Tolstoi sin traducir
Aïa
Aoul aldea
Beshmet especie de chaqueta acolchada
Burka capa
Chechnya región del noreste del Cáucaso
Cherkeska túnica larga, ajustada y sin cuello, con cartucheras que se cruzan en el pecho
Dytgit caballista y tirador certero
Ghazavat la guerra santa
Gurda nombre de un armero famoso del Cáucaso
Iok no
Jáger soldado de un regimiento de fusileros
Kizyak combustible mezcla de paja y estiércol
Kotkildy saludo de bienvenida
Kumyk pueblo musulmán de origen t urco
Kunak amigo íntimo
Lya-il lyaha-il' Allah «No hay otro Dios que Dios»
Murid discípulo; secuaz; aquí guardaespaldas
Naib lugarteniente
Pilau plato a base de arroz
Saklya casa humilde
Sardar Gobernador General del Cáucaso
Saubul saludo de bienvenida
Shariat ley musulmana
Sheikh Jeque
Tavlin montañés
Tarikat ley musulmana
Ulan yakshi muchacho forzudo
Yakshi
bien
Volvía yo a casa a campo traviesa. Iba mediado el verano. Se había dado remate a la cosecha del heno y
empezaba la siega del centeno.
Esa estación del año ofrece una deliciosa profusión de flores silvestres: trébol rojo, blanco, rosado,
aromático, tupido; margaritas arrogantes de un blanco lechoso, con su botón amarillo claro, de ésas de < me
quieres no me quieres», de olor picante a fruta pasada; colza amarilla con olor a miel; altas campanillas
blancas o color lila, semejantes a tulipanes; arvejas rampantes; bonitas escabrosas, amarillas, rojas, de color
rosa y malva; llantén de pelusa levemente rosada y levemente aromática; acianos que, tiernos aún, lucen su
azul intenso a la luz del sol, pero que al anochecer o cuando envejecen se tornan más pálidos y encarnados;
y la delicada flor de la cuscuta, que se marchita tan pronto como se abre.
Había cogido un gran ramo de estas flores y ya volvía a casa cuando vi en una zanja, en plena
eflorescencia, un magnífico cardo color frambuesa de los que por aquí llaman «tártaros», que los segadores
esquivan con cuidado, y cuando por descuido cortan uno lo arrojan entre la hierba para no pincharse las
manos. A mí se me ocurrió coger ese cardo y ponerlo en medio de mi ramo. Bajé a la zanja y, tras
ahuyentar un abejorro que se había colado en una de las flores y allí dormía dulce y pacíficamente, me
dispuse a coger la flor. Pero aquello resultó muy difícil. No sólo el tallo pinchaba por todas partes -incluso
a través del pañuelo con que me había envuelto la mano-,sino que era tan sumamente duro que tuve que
bregar con él casi cinco minutos, arrancándole las fibras una a una. Cuando por fin logré mi propósito, el
tallo estaba enteramente deshecho y la flor misma no me parecía ahora tan fresca ni tan hermosa. Por
añadidura, era demasiado ordinaria y vulgar para emparejar con los otros colores delicados del ramo.
Lamentando haber des truido sin provecho una flor que había sido hermosa en su propio lugar, la tiré.
«¡Pero qué energía, qué potencia vital! -me dije, recordando el esfuerzo que me había costado arrancarla-.
¡Cómo se defendía y cuán cara ha vendido su vida!»
El camino que conducía a la casa pasaba por un terreno en barbecho recién arado. Yo caminaba
lentamente sobre el polvo negro. Ese campo labrado pertenecía a un rico propietario. Era tan vasto que a
ambos lados del camino o en el cerro enfrente de mí sólo se veían los surcos idénticos de la tierra labrada.
La labor había sido excelente: no se veía por ninguna parte una brizna de hierba o una planta. Todo era
tierra negra. « ¡Qué criatura tan devastadora y cruel es el hombre! ¡Cuántos seres vivos, cuántas plantas
destruye para mantener su propia vida!» -pensé, buscando involuntariamente a mi alrededor alguna cosa
viva en medio de ese campo negro y muerto. Frente a mí, a la derecha del camino, vi lo que parecía ser un
pequeño arbusto. Cuando me acerqué noté que era la misma especie de cardo «tártaro cuya flor había
árrancado en vano y tirado luego.
La mata del cardo se componía de tres ramas. Una estaba tronchada, con un muñón que semejaba un
brazo mutilado. Las otras dos tenían, cada una, una flor, antes roja, pero ahora ennegrecida. Un tallo estaba
roto, y de su punta pendía una flor sucia. La otra, aunque sucia de tierra negra, estaba todavía erguida. Era
evidente que por encima de la planta había pasado la rueda de un carro, pero que el cardo había vuelto a
levantarse y se mantenía erecto, aunque torcido. Era como si le hubiesen desgajado del cuerpo un miembro,
abierto las entrañas, arrancado un brazo, vaciado un ojo. Y, sin embargo, se mantenía tieso, sin rendirse al
hombre que había destruido a sus congéneres en torno suyo.
«¡Qué energía! -pensé-. El hombre ha vencido todo, destruido millones de plantas, pero ésta no se rinde.»
Y me acordé de una antigua aventura del Cáucaso que yo mismo presencié en parte, que en parte me
contaron testigos oculares y en parte también imaginé. Esa aventura, tal como la han ido hilvanando mi
memoria y mi imaginación es la que sigue.
1
Aquello ocurrió a fines de 1851. En un anochecer frío de noviembre, Hadyi Murad llegó al aoul de
Mahket, aldea hostil de Chechnya, cuyo ambiente despedía olor a lo que los indígenas llaman kixyak,
combustib mezcla de paja y estiércol.
Acababa de terminar el forzado canto del muecín, en el claro aire montañero impregnado de humo de
kizyak, por encima del mugido de las vacas y el balido las ovejas dispersas entre las cabañas del aoul
-apretujadas unas con otras como celdillas de un panal-, se oía claramente los sonidos guturales de hombres
que discutían y las voces de mujeres y niños junto a la fuente abajo.
Este Hadyi Murad era un naib de Shamil, famoso por sus hazañas. De ordinario nunca cabalgaba sin
bandera, e iba acompañado siempre de varias decena de murids que caracoleaban en torno suyo. Fugitivo
ahora, encapuchado y envuelto en una burka bajo la cual asomaba una carabina, y con sólo un murid como
acompañante, marchaba cuidando en lo posible de no darse a conocer, escudriñando con sus sagaces ojos
negros las caras de los habitantes que encontraba en el camino.
Al entrar en el aoul, Hadyi Murad salió de la calle que conducía a la plaza y, torciendo a la izquierda, en-
tró por una callejuela. Al llegar a la segunda saklya de ésta, cavada en un flanco del cerro, detuvo el caballo
y miró a su alrededor. Bajo el cobertizo de la entrada no había nadie, pero sobre el techo, tras la chimenea
recién enlucida de arcilla, yacía un hombre cubierto de una pelliza. Hadyi Murad tocó con la punta de su
látigo al hombre tumbado en el techo y chascó la lengua. De debajo de la pelliza surgió un anciano.
Llevaba puestos un gorro de dormir y un viejo y grasiento beshmet. Los ojos del anciano, desprovistos de
pestañas, estaban enrojecidos y húmedos. Parpadeó para despegarlos. Hadyi Murad pronunció el consabido
Selaam. aleikum! y se destapó la cara.
-Aleikum selaam! -respondió el viejo, sonriendo con su boca desdentada al reconocer a Hadyi Murad; y
enderezándose sobre sus flacas piernas se dispuso a meter los pies en unas pantuflas con tacón de madera
que estaban junto a la chimenea. Una vez que se las hubo puesto, metió sin prisa los brazos en las mangas
de su arrugada pelliza y bajó a reculones la escalerilla apoyada en el techo. Y mientras se vestía y bajaba, el
viejo no cesaba de menear la cabeza sobre el cuello enjuto, arrugado, tostado por el sol, y de balbucear algo
con su boca desdentada. Al llegar al suelo, en señal de bienvenida, cogió la brida y el estribo derecho del
caballo de Hadyi Murad, pero el murid ágil y fuerte de éste había saltado rápidamente de su montura y,
apartando al viejo, le reemplazó en la tarea.
Hadyi Murad echó pie a tierra y, cojeando ligeramenlte, entró bajo el cobertizo. A su encuentro salió a la
puerta un muchacho de unos quince años que con ojos brilllantes, negros como la endrina, miró asombrado
a los recién llegados.
-Ve corriendo a la mezquita y llama a tu padre -le ordenó el viejo. Y, pasando delante de Hadyi Murad, le
abrió la puerta frágil de la saklya, que chirrió un tanto. Al mismo tiempo que Hadyi Murad, salió por una
puerta interior una mujer pequeña, delgada, de edad madura, con beshmet rojo sobre camisa amarilla y
zaragüelles azulles. Traía unos cojines.
-¡Que tu llegada nos sea propicia! -dijo, y casi dolblándose en una reverencia, empezó a colocar los
cojilnes contra la pared delantera para que se sentara el
huésped.
-¡Que tus hijos gocen de buena salud! -contestó Hadyi Murad, quitándose la burka, la carabina y el sable
y entregando todo ello al viejo.
Éste, cuidadosamente, colgó de una escarpia la carabilna y el sable junto a las armas del dueño de la casa,
que colgaban entre dos grandes calderos que brillaban en la pared recién enlucida y blanqueada.
Hadyi Murad se ajustó la pistola a la espalda y, arrolpándose en su abrigo circasiano, tomó asiento. El
viejo se sentó frente a él, sobre los talones desnudos, cerró los ojos y levantó las manos con las palmas
hacia arriba. Hadyi Murad hizo lo propio. Luego los dos recitaron una plegaria, se pasaron las manos por el
rostro y las junltaron en la punta de la barba.
-Ne habar? -preguntó Hadyi Murad al viejo (o sea, «¿hay alguna novedad?»).
-Habar iok (o sea, «no hay novedad alguna») -respondió el viejo, mirando a Hadyi Murad, no en la cara,
sino en el pecho, con sus ojos enrojecidos y sin pestañas-. Yo vivo en el colmenar y sólo he venido hoya
visitar a mi hijo... Él sabe.
Hadyi Murad comprendió que el viejo no quería decir lo que sabía y lo que él, Hadyi Murad, necesitaba
saber; así, pues, sacudió levemente la cabeza y no hizo más preguntas.
-En lo que hay de nuevo no hay nada bueno -agregó, sin embargo, el viejo-. La única noticia es que las
liebres están buscando los medios de ahuyentar a las águilas. Y las águilas lo destruyen todo, primero esto,
luego lo de más allá. La semana pasada esos perros de rusos pegaron fuego al heno del aoul de Michit...
¡Permita Alah que revienten! -añadió ronca y furiosamente.
Entró el murid de Hadyi Murad, apoyando suavemente sus fuertes piernas sobre el suelo apisonado. Se
quitó, al igual que Hadyi Murad, la capa, la carabina y el sable y colgó todo ello en la misma escarpia de
que pendían las armas de su señor, quedándose sólo con el puñal y la pistola.
-¿Quién es? -preguntó el viejo a Hadyi Murad, señalando al recién llegado.
-Mi murid Se llama Eldar -dijo Hadyi Murad.
-Bien -dijo el viejo, indicando a Eldar un lugar en el fieltro alIado de Hadyi Murad.
Eldar se sentó cruzando las piernas y, sin decir palabra, clavó sus hermosos ojos de carnero en el rostro
del viejo que contaba cómo la semana anterior sus muchachos habían capturado a dos soldados, habían
matado a uno de ellos y enviado el otro a Shamil en Veleno. Hadyi Murad escuchaba distraído, mirando la
puerta y prestando oído a los ruidos de fuera. Bajo el cobertizo, delante de la vivienda, se oyeron pasos,
chirrió la puerta y entró el dueño de la casa.
Ese dueño era Sado, un cuarentón de barba corta, nariz larga y ojos negros, aunque no tan brillantes
como los de su hijo, el chico de quince años que había ido en su busca, quien ahora entró con su padre y se
sentó junto a la puerta. Sado se quitó al entrar las sandalias de madera, empujó su viejo y raído gorro de
piel hacia la nuca (que por no haber sido afeitada en mucho tiempo comenzaba a cubrirse de pelos largos) y
fue a sentarse sobre los talones frente a Hadyi Murad.
Al igual que el viejo, Sado cerró los ojos, levantó las manos con las palmas hacia arriba, recitó una
plegaria, se pasó las manos por la cara y sólo entonces empezó a hablar. Dijo que se había recibido orden
de Shamil de capturar a Hadyi Murad vivo o muerto; que los mensajeros de Shamil se habían marchado de
allí sólo la víspera, y que como la gente temía desobedecer a Shamil había que andarse con cuidado.
-En mi casa -dijo Sado-, mientras yo viva, nadie hará nada contra mi amigo. ¿Pero y fuera de ella? Habrá
que pensarlo.
Hadyi Murad escuchaba atentamente, aprobando con la cabeza. y cuando Sado acabó, dijo:
-Bien. Ahora hay que enviar a los rusos a un hombre con una carta. Mi murid irá, pero necesitará un guía.
-Enviaré a mi hermano Bata -dijo Sado-. Llama a Bata -agregó, volviéndose a su hijo.
El muchacho, como movido por resorte, saltó sobre sus piernas ágiles y, a todo correr, salió de la saklya
agitando los brazos. Unos diez minutos después volvió acompañado de un chechén musculoso, pernicorto,
ennegrecido por el sol, vestido con chaqueta circasiana amarilla, raída, de mangas deshilachadas, y polainas
negras arrugadas. Hadyi Murad cambió saludos con el recién llegado y al momento, sin perder palabras
inútilmente, dijo:
-¿Puedes conducir a mi murtd a los rusos?
-Sí puedo -respondió Bata rápida y alegremente-. Todo se puede. Menos yo, no hay otro chechén que
pueda pasar. Otro prometería ir, pero no haría nada. Yo sí puedo.
-Bien -dijo Hadyi Murad-. Por tu trabajo recibirás tres piezas -añadió, mostrando tres dedos.
Bata indicó con un movimiento de cabeza que había comprendido, pero agregó que no lo hacía por el
dinero, sino por el honor de servir a Hadyi Murad. Todo el mundo, en las montañas, conocía a Hadyi
Murad y sus victorias sobre esos cerdos de rusos.
-Bien -dijo Hadyi Murad-. Una cuerda debe ser larga; un discurso debe ser corto.
-Bueno, me callo -dijo Bata.
-Donde el río Argun hace un recodo, enfrente del escarpe, hay un claro en el bosque con dos almiares.
¿Lo conoces?
-Sí.
-Allí me esperan cuatro caballistas -dijo Hadyi Murad.
-¡Aia! -aprobó Bata con la cabeza.
-Pregunta por Khan Magoma. Él sabe qué hacer y qué decir. ¿Puedes tú llevarle al comandante ruso, el
príncipe Vorontsov?
-Lo llevaré.
-Llevarle y traerle. ¿Puedes? -Sí puedo. .
-Le llevas y le traes al bosque. Allí estaré yo.
-Haré todo eso -dijo Bata, levantándose; y poniéndose las manos en el pecho, salió.
-También hace falta mandar a un hombre a Gehi -dijo Hadyi Murad al dueño de la casa cuando salió
Bata-. Mira lo que en Gehi hay que hacer -empezó a decir, llevándose la mano a las cartucheras de su
abrigo circasiano; pero al momento dejó caer la mano y se calló, viendo que dos mujeres entraban en la
saklya.
Una de ellas era la esposa de Sado, la misma mujer flaca de edad madura que le había colocado los
cojines. La otra era una muchacha muy joven en pantalones rojos y beshmet verde, con velo hecho de
monedas de plata que le cubría todo el pecho. Un rubIo de plata colgaba de la punta de su trenza de pelo
negro, no larga, pero sí gruesa y apretada, que le caía por la espalda entre las enjutas paletillas. Los mismos
ojos negros como la endrina que tenían su padre y su hermano brillaban en su rostro juvenil que se
esforzaba por parecer severo. No miró a los visitantes, pero era evidente que! sentía su presencia. i
La mujer de Sado traía una mesita baja y redonda con té, tortitas en mantequilla, queso, galletas y miel.
La hija traía una palangana, un jarro y una toalla.
Tanto Sado como Hadyi Murad permanecieron callados mientras las mujeres, que iban y venían en sus
babuchas rojas sin hacer ruido, disponían ante los visitantes lo que habían traído. Eldar, con sus ojos
carneriles fijos en sus piernas cruzadas, permaneció inmóvil como una estatua durante todo el tiempo que
las mujeres estuvieron en la habitación. Sólo cuando hubieron salido y se : hubo extinguido por completo el
rumor de sus pasos al otro lado de la puerta, Eldar dio un suspiro de desahogo, y Hadyi Murad destapó uno
de los orificios de la cartuchera, extrajo la bala y tomó de debajo de ella un pequeI ño rollo de papel.
-Para dársela a mi hijo -dijo, mostrando la nota.
-¿Ya dónde va la respuesta?
-A ti, Y tú me la remites.
-Así se hará -dijo Sado, metiendo el papelito en un orificio de su propia cartuchera. Luego, cogiendo el
jarro con ambas manos, lo acercó a la palangana de Hadyi Murad. Éste remangó las mangas de su beshmet
sobre los brazos musculosos, blancos por encima de la muñeca, y puso las manos bajo el chorro de agua
fría y transparente que le vertía Sado. Después de secarse las manos en la tosca y limpia toalla, se acercó a
la mesita. Eldar hizo lo propio. Mientras los visitantes comían, Sado, sentado frente a ellos, les dio las
gracias repetidas veces por la visita. El muchacho, sentado junto a la puerta, no apartaba sus ojos negros y
brillantes de Hadyi Murad, sonriendo como para confirmar con su sonrisa las palabras de su padre.
A pesar de no haber probado bocado en más de veinticuatro horas, Hadyi Murad comió sólo un poco de
pan y queso; y sacando un cuchillito de debajo de su puñal, tomó con él un poco de miel y la untó en el
pan.
-Nuestra miel es buena. Este año, más que otros, abunda mucho y es buenadijo el viejo, visiblemente
satisfecho de que Hadyi Murad probara su miel.
-Gracias -dijo Hadyi Murad, apartándose de la mesa. Eldar hubiera querido comer más, pero siguiendo el
ejemplo de su jefe se apartó también de la mesa y presentó a Hadyi Murad la palangana y el jarro.
Sado sabía que, al recibir a Hadyi Murad, arriesgaba su propia vida, ya que después de la riña entre
Hadyi Murad y Shamil éste había amonestado a todos los habitantes de Chechnya que no recibieran a aquél
so pena de muerte. Sabía que en cualquier momento los habitantes del aoul podían enterarse de su
presencia en su casa y exigir que fuera entregado. Pero esto no sólo no le arredraba, sino que le regocijaba.
Sado consideraba deber suyo proteger a ¡U huésped, aunque ello le costase la vida, y se sentía feliz '{
orgulloso de comportarse como era debido.
-Mientras tú estés en mi casa y mi cabeza siga en mis hombros, nadie te hará nada -repitió a Hadyi
Murad.
Hadyi Murad le miró en los ojos brillantes y, comprendiendo que decía la verdad, dijo en tono un tanto
solemne:
-Que te sea gozosa la vida. Sado, en silencio, se llevó las manos al pecho en señal de gratitud por esas
buenas palabras.
Sado cerró las persianas y puso unas ramas secas en la chimenea. Luego, de un humor singularmente
alegre y animado, salió de la habitación y pasó a la parte de la casa en que vivía toda su familia. Las
mujeres no dormían todavía y hablaban de los visitantes peligrosos que pasaban la noche bajo su techo.
2
Esa misma noche, en el fuerte avanzado de Vozdviyhensk, a quince verstas del aoul en que pernoctaba
Hadyi Murat, un suboficial y tres soldados salieron del fuerte por la puerta Chahgirinskaya. Los soldados,
como todos los que servían en el Cáucaso en esa época, iban vestidos de pelliza corta, gorro alto de piel de
oveja y botas grandes que les llegaban por encima de las rodillas. Al hombro llevaban sus capas
fuertemente enrolladas. Con los fusiles también al hombro, recorrieron primero unos quinientos pasos por
el camino, luego se desviaron de él una veintena de pasos más, hollando las hojas secas, e hicieron alto
junto a un sicómoro quebrado del que hasta en la oscuridad se distinguía el tronco negro. Allí, de ordinario,
se situaba el puesto de escuchá.
Las brillantes estrellas, que parecían ir corriendo sobre las copas de los árboles mientras los soldados
marchaban por el bosque, se detuvieron ahora, centelleando entre las ramas desnudas.
-Menos mal que está todo seco -dijo el suboficial Panov, poniendo en el suelo con estrépito su largo fusil
con bayoneta y apoyándolo en el tronco de un árbol. Los tres soldados hicieron lo mismo.
-En fin, que la he perdido -gruñó Panov irritado-. O me olvidé de traerla o se me ha caído en el camino.
-¿Qué es lo que buscas? -preguntó uno de los soldados con voz vigorosa y alegre.
-Mi pipa. El demonio sabe dónde se habrá metido. -¿Tienes el tubo? -preguntó la misma voz vigorosa. -
¿El tubo? Aquí está.
-¿Y si lo clavaras en el suelo?
-¡Vaya idea!
-Eso se arregla en un instante.
Estaba prohibido fumar en el puesto de escucha, pero éste apenas podía considerarse como tal. Era más
bien una avanzada que se había situado en ese lugar para que los montañeses no pudieran acercar a
escondidas un cañón y disparar sobre el fuerte como ya lo habían hecho antes. Así pues, Panov no juzgó
necesario privarse de fumar y aceptó la propuesta del alegre soldado. Éste sacó una navajita del bolsillo e
hizo un hoyo en el suelo; luego alisó el interior, ajustó en él el tubo de la pipa e introdujo, prensándolo, el
tabaco. La pipa quedó hecha. Se encendió un fósforo, que durante varios segundos iluminó los pómulos
salientes del soldado tumbado boca abajo, silbó un poco el tubo y Panov olió el agradable aroma del tabaco
de munición.
-¿Qué, listo ya? -y que lo digas.
-¡Qué tipo es este Avdeyev! ¡Qué bien se las arregla! ¿Y ahora?
Avdeyev rodó un poco de lado, y, echando humo por la boca, dejó el sitio a Panov.
Panov dio unas chupadas, y después los soldados se pusieron a charlar.
-Parece que el capitán ha metido otra vez las manos en la caja -dijo un soldado con voz cansina-. Claro,
habrá perdido en el juego.
-Devolverá el dinero -dijo Panov.
-¡Por supuesto! Es un buen oficial-apoyó Avdeyev. -Buen oficial, buen oficial -agregó sombríamente el
que había empezado la conversación-. A mi modo de ver, la compañía debiera hablar con él y decirle: «Si
has cogido ese dinero, dinos cuánto, y cuándo lo vas a devolver.»
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