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EL HOMBRE QUE NO QUERÍA ESTRECHAR MANOS
EL HOMBRE QUE NO
QUERIA ESTRECHAR
MANOS
Stephen King
Stevens sirvió las bebidas y pronto, después de las ocho en aquella noche glacial de invierno, la
mayoría de nosotros nos fuimos , con ellas a la biblioteca. Por un momento , nadie dijo nada; lo
único que se oía era el chisporrotear del fuego en la chimenea , el lejano chasquido de las bolas
de billar y, desde el exterior, el gemido del viento. No obstante, allí se estaba bastante caliente,
en el # 249 B de la calle Este 35.
Recuerdo que aquella noche David Adley estaba sentado a mi derecha, y a mi izquierda Emlyn
McCarron que una vez nos contó una historia espeluznante sobre una mujer que había dado a luz
en extrañas circunstancias . Después de el estaba Johanssen , con su Wall Street Journal doblado
sobre las rodillas.
Entro Stevens con un pequeño paquete, blanco y se lo entrego a George Gregson sin hacer la
menor pausa. Stevens es el mayordomo perfecto a pesar de su ligero acento de Brooklyn ( o
quizá por causa de el) pero su mayor atributo, por lo que a mi se refiere, es que siempre sabe a
quien debe entregar el paquete aunque nadie lo reclame.
George lo capto sin protestar y permaneció un momento sentado en un sillón de alto respaldo y
orejas, contemplando la chimenea que es lo bastante grande como para asar un buey. Vi como
sus ojos se dirigían momentáneamente a la inscripción grabada en la piedra. LO QUE VALE ES
LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA.
Abrió el paquete con sus dedos viejos y temblorosos y tiro su contenido al fuego. Por un instante
las llamas se transformaron en un arcoiris, y se oyeron risas apagadas. Me volví y vi a Stevens
allá lejos, en la sombra, junto a la puerta. Tenia las manos cruzadas a la espalda. Su rostro se
mostraba cuidadosamente inexpresivo. Supongo que todos nos sobresaltamos un poco cuando su
voz ronca, casi quisquillosa rompió el silencio; yo confieso que sí.
- Una vez vi asesinar a un hombre en esta misma habitación- nos dijo George Gregson-, aunque
ningún jurado hubiera condenado al que mato. Pero, al final, se acuso así mismo..., y actuó como
su propio verdugo.
Siguió una pausa mientras encendía su pipa. El humo envolvió su rostro arrugado en una nube
azulada, y apago el fósforo de madera con el gesto lento, teatral, del hombre cuyas articulaciones
le producen gran dolor. Tiro el palito a la chimenea, donde cayo sobre los restos quemados del
paquete. Contempló como las llamas tostaban la madera.
Sus agudos ojos azules parecían cavilar bajo sus hirsutas cejas entrecanas. Su nariz era grande y
ganchuda , sus labios delgados y firmes, sus hombros alzados hasta casi la base de su cráneo.
-No nos mantengas sobre en ascuas, George- refunfuño Peter Andews- ¡Suéltalo ya !
-Ni lo sueñes. Ten paciencia- y todos tuvimos que esperar hasta que su pipa quedo prendida a su
gusto.
Cuando unas brasas se encendieron perfectamente repartidas en la enorme cazoleta de brezo,
George cruzo sus manos grandes, ligeramente temblorosas, sobre una de sus rodillas y dijo:
-Esta bien. Tengo ochenta y cinco anos y lo que voy a relataros ocurrió cuando yo tenia mas o
menos veinte.
-En todo caso, sé que fue en 1919 y acababa de regresar de la Gran Guerra. Mi novia había
muerto cinco meses antes, de la gripe. Solo tenia diecinueve años y yo me lance a beber y jugar a
las cartas mucho más de lo que hubiera debido. Me había esperado dos años, ¿comprenden?, y
durante todo ese tiempo recibí, fielmente, una carta todas las semanas
.Quizá podrán comprender porque me abandone tanto. No tenia creencias religiosas; la idea
general y las teorías del cristianismo me resultaban algo cómicas en las trincheras, y no tenia
familia que me ayudara. Así que puedo decir con sinceridad que los buenos amigos que me
ayudaron en este tiempo de prueba, rara vez me abandonaron. Eran cincuenta y tres (mas de lo
que tiene la mayoría): cincuenta y dos naipes y una botella de whisky "Cutty Stark". Me habían
instalado en el mismo lugar en que sigo viviendo ahora, en Brennan Street. Pero entonces era
mucho mas barato y había muchas menos botellas de medicinas, y píldoras y demás, llenando las
estanterías. Sin embargo, pasaba la mayor parte de mi tiempo aquí, en el 249 B, porque siempre
había alguna partida de póquer en marcha.
David Adley interrumpió, y aunque sonreía, no creo que estuviera bromeando:
- ¿Y ya estaba Stevens aquí, entonces, George?
George se volvió a mirar al mayordomo:
-¿Era usted, Stevens, o era su padre?
Stevens se permitió la sombra de una sonrisa
- Como 1919 fue hace mas de sesenta y cinco años, señor, debo decir que se trataba de mi
abuelo.
- Debemos, pues, entender que su empleo es hereditario- musito Adley.
-Tal como dice, señor- respondió Stevens imperturbable.
-Ahora que lo pienso- comento George-, hay un parecido sorprendente entre usted y su...¿dijo
usted abuelo, Stevens?
-Si señor eso dije.
-Si les pusiera de lado, me costaría decir quien es quien..., ¿pero esto no tiene nada que ver,
verdad?
-No, señor -Me encontraba en la sala de juego....., al otro lado de esta pequeña puerta, allá...,
haciendo solitarios, la primera y única vez que nos encontramos Henry Brower y yo. Eramos
cuatro dispuestos a sentarnos y jugar una partida de póquer; solamente necesitábamos un quinto
para que la velada empezara. Cuando Jason Davidson me dijo que George Oxley, nuestro
habitual quinto, se había roto la pierna y estaba en cama con la pierna enyesada y colgada de una
polea, pareció que aquella noche nos íbamos a quedar sin partida. Empece a pensar en la
posibilidad de terminar la noche con nada mejor para distraer mis pensamientos que hacer
solitarios y soplar la mayor cantidad de whisky que pudiera, cuando un individuo sentado al
fondo de la habitación dijo con voz tranquila y agradable:
-Si ustedes, caballeros, estaban hablando de póquer, disfrutaría mucho jugando una mano, si no
tienen nada que objetar.
-Había estado escondido tras el World de Nueva York hasta aquel momento, así que cuando
levante la mirada lo vi por primera vez.
Era un hombre joven con cara de viejo, no sé si me entienden. Algunas de las huellas que vi en
su rostro había empezado a descubrirlas en el mío, desde la muerte de Rosalie. Algunas..., no
todas. Aunque el joven no podía tener mas de veintiocho años a juzgar por su cabello, sus manos,
y el modo de andar, su rostro parecía marcado por la experiencia y sus ojos, que eran muy
oscuros, parecían mas que tristes: parecían atormentados. Era guapo, con un bigote pequeño y
recortado y cabello rubio oscuro. Vestía un buen traje de color marrón y se había soltado el botón
del cuello.
-Me llamo Henry Brower- dijo
-Davidson se precipito atraves de la estancia para estrecharle la mano; la verdad es que aprecia
como si fuera a cogerle la mano que Brower tenia sobre las rodillas. Ocurrió una cosa extraña:
Brower dejo caer el periódico y levanto ambas manos, lejos de su alcance. La expresión, en su
rostro, era de horror.
Davidson se detuvo, confuso, más estupefacto que indignado. Solo tenia veintidós años...
¡Cielos, que jóvenes éramos todos en aquellos días!, y era como un cachorrillo.
-Perdóneme - se excuso Brower con suma gravedad- pero nunca estrecho la mano de nadie.
Davidson parpadeo:
-¿ Nunca? Que curioso. ¿Y por que no?
Bueno ya les he dicho que era algo así como un cachorro. Brower no se molesto y lo tomo con
una sonrisa (algo turbada) abierta.
- Acabo de llegar de Bombay- explicó-. Es un lugar extraño, populoso, sucio, lleno de pestilencia
y enfermedades. Los buitres se pasean y presumen sobre los muros de la ciudad, por millares.
Hace dos años estuve allí en misión comercial y se me contagio el horror a nuestra costumbre
occidental de estrechar manos. Sé que es una tontería y una incorrección, pero no puedo
remediarlo. Así que si no les importa que me retire y me perdonan...
-Con una condición- dijo Davidson sonriéndole.
-¿Cuál será?
-Que se acerque a la mesa y comparta conmigo un vaso del whisky de George, mientras voy a
por Baker, French y Jack Wilden.
Brower le sonrío, asintió y dejo el periódico. Davidson le hizo un gesto de aceptación y corrió en
busca de los otros.
Brower y yo nos acercamos a la mesa cubierta de fieltro verde y cuando le ofreció la bebida
rehuso, dándome las gracias, y encargo su propia botella. Supuse que tendría que ver algo con su
extraña manía y no dije nada. He conocido hombres cuyo horror por los, microbios y
enfermedades va mucho mas lejos..., como los habréis conocido vosotros.
Hubo gestos de asentamiento.
-Es estupendo estar aquí -me dijo Brower pensativo- He evitado toda compañía desde que llegue
de mi destino.
¿No es bueno, para un hombre, estar solo, sabe? ¡Creo que incluso para aquellos que se valen por
si solos, el estar aislados de resto de la humanidad debe ser la peor forma de tortura! -Todo eso lo
dijo con un curioso énfasis, y yo asentí.
Había experimentado semejante soledad en las trincheras, generalmente por la noche. Volví a
sentirla de nuevo, más anunciante, después de enterarme de la muerte de Rosalie.
Me sentí atraído por él pese a su declarada excentricidad.
-Bombay debió haber sido un lugar fascinante- le dije.
-¡Fascinante ... y terrible! Hay cosas allí que nuestra filosofía no puede ni soñar. Su reacción a
los automóviles, es divertida: los niños se apartan de ellos cuando pasan pero luego los siguen
manzanas enteras.
Encuentran que el avión es terrorífico e incomprensible. Naturalmente, nosotros los americanos,
los contemplamos con completa ecuanimidad... incluso con complacencia..., pero le aseguro que
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