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JUAN DEL DIABLO

 

1

"CON LA FORMAL promesa de tomar los hábitos, pro­fesando en el Convento de las Siervas del Verbo Encarnado, tan pronto sea otorgada la nulidad del lazo matrimonial" —ha leído Renato. Y con extrañeza, pregunta a su madre—: Pero, ¿qué es esto? ¿Quieres explicarme, madre?

—Se explica por sí mismo, Renato. Sólo he querido darte cuenta para que te tranquilizaras. Mónica ha encontrado, por este medio, la solución de sus problemas. Esta es la copia de su súplica al Santo Padre, y ya dejamos, por petición suya, el origi­nal debidamente firmado, en manos de la autoridad eclesiástica que se encargará de remitirlo al Vaticano.

Desesperado, trémulo, a punto de estallar, estruja Renato en su mano crispada la copia de aquel documento que su madre acaba de darle a leer, como aplicando un remedio heroico a su alma enferma. Están en la amplia y destartalada biblioteca don­de Renato se ha encerrado a solas durante todo el día. Sobre la mesa más cercana están los restos de una botella de coñac que bebiera a solas, sorbo a sorbo, luchando por romper el círculo de angustia que le rodea, cerrándose más y más a cada instante. Ahora, este golpe es el último; él mismo se sorprende al com­probar hasta qué punto le hiere, le descorazona, le enferma. Pero su dolor se cambia repentinamente en violenta cólera, al exclamar:

—La idea fue de Aimée, ¿verdad?

—Que yo sepa, la idea fue de la propia Mónica.

—]No, no puedo creerlo! Ella había renunciado definitiva­mente a, la idea de ser religiosa. Estoy seguro que no lo hizo por sí misma. Alguien se encargó de hacerla,, una vez más, víctima expiatoria de pecados que no ha cometido, y sé perfec­tamente de dónde viene todo esto, sé quién lo ha hecho y quién puede atajarlo.. .

—¿Dónde vas Renato?

—¿Dónde he de ir, sino a hablar con ella?

En ese mismo instante, una sombra furtiva cruza el gran patio posterior, ocultándose entre los árboles. Llega hasta la disimulada puertecilla, hace girar la llave y sonríe al divisar muy cerca la gallarda figura que vivamente se acerca a ella, ha­ciéndole ademán de callar:

¡Ni una palabra! Hay gente cerca. No quiero caer en los chismes de los criados.

Lo ha tomado de la mano, arrastrándolo por la desierta calle, y cuando ya los muros de la vieja mansión están lejanos, se levanta el encaje negro de un antifaz y sonríen más promete­dores que nunca sus frescos labios:

"Usted no va a olvidar jamás su última noche en la Mar­tinica, teniente Britton. Voy a encargarme de hacerla inolvi­dable...

—¡Creo vivir un sueño, poseer un imposible! Usted... Us­ted ... Pero, ¿qué hice yo para lograr... ?

—A veces no es preciso hacer nada. La suerte viene sola... Digo, en el caso de que considere usted una suerte compartir conmigo las últimas horas que le quedan en tierra martinicana...

—No encuentro palabras con qué expresarle mi gratitud. Mi emoción y mi sorpresa han sido tan grandes, que temo parecerle a usted ridículo. No acierto ni siquiera a hablarle, pero si pudiera ver mi corazón...

—Trataré de imaginármelo —bromea Aimée—. ¿No le parece que debemos de tratar de conseguir un coche, aunque sea de alquiler? No quisiera quedarme por más tiempo en este odioso barrio.

—Traje un coche conmigo, que está esperándome en la otra calle. No me atreví a hacerle llegar hasta aquí por temor a ser imprudente, a que alguien...

Hizo perfectamente. Menos mal que se le ocurrió algo con sentido común...

—No se ría de mí... ¿Acaso es risible decirle que la amo?

—Es prematuro... y probablemente inexacto —coquetea Aimée—. El amor no consiste sólo en palabras...

Le probaré el mío con el sacrificio que quiera imponerme. Ninguno me parece demasiado grande con tal de que usted mida y pese lo que me llena el alma... Ya no me pertenezco, Aimée. Soy suyo... suyo en cuerpo y alma... ¡La quiero... la quiero... ¡

La ha estrechado contra -sí, ha hallado, sin buscarlos, los labios a la vez frescos y ardientes, húmedos y sensuales, y ha sentido que, bajo el fuego de aquel beso, todo se borra a su alrededor...                                    '

—¡Caramba! —exclama Aimée satisfecha—. Besas como .un maestro, no como un novato. Menos mal... Empecé a temer que fueras de los que hablan demasiado...

 

 

—¡Ana... Ana.-.! ¡Aimée! ¡Aimée!

Con gesto y ademán de ira mal contenida, Renato ha cru­zado la antecámara que precede a la alcoba de Aimée y sacude con rabia la recia puerta cerrada con llave. Una oleada de cólera empurpura sus pálidas mejillas cuando al fin asoma entre los cortinajes, ceniciento de espanto, el rostro de la doncella nativa, que balbucea:

—Mi... amo... .mi amo...

—¿Dónde está tu señora?

—¿Dónde va a estar, señor? —miente Ana muerta de miedo—. Ahí... ahí dentro del cuarto...

¡Mientes! —se enfurece Renato. Y sacudiendo la' puerta con fuerza,, llama—: ¡Aimée! ¡Aimée! ¡Soy yo! ¡Ábreme en el acto!

—La señora dijo que no quería saber, nada de usted, que no la molestaran para nada, que iba a cerrar su puerta con doble llave, y ahí está... Y me mandó decirle a usted que no iba a abrirle la puerta, pasara lo que pasara...

Con violento esfuerzo, Renato D'Autremont ha reacciona­do. Entre las nieblas de su mente, entre la llamarada de su cólera, asoma la razón de aquellas palabras y el recuerdo de su última escena con Aimée en la biblioteca. Ha bebido durante toda la tarde, pero no está ebrio. Más fuerte que el alcohol es aquel fermento de pasiones que hierve en sus entrañas: odio, rencor, amor, anhelo desesperado por aquella mujer de la que todos le apartan, y una cólera violenta hacia la mujer a quien dio su nombre.. cólera que se refrena bajo el impacto de algo parecido a remordimiento...

—La señora estaba muy brava y por eso dijo que no le iba a contestar a nadie... Ya sabe usted cómo es...

—Sí, ya sé cómo es. Demasiado sé cómo es, pero esto... esto... Esto ha partido de ella, y por esto tiene que darme cuentas en el acto ¡Aimée! ¡Aimée! ¡Ábreme en seguida!

—Renato, te ruego... —empieza a suplicar Sofía acercán­dose a su hijo.

—¡Soy yo quien te ruega que me dejes en este momento, madre! ¡Es un asunto privado entre mi esposa y yo!

—Por desgracia, ya no hay asuntos privados en esta casa. Se ha olvidado hasta la sombra del decoro, se grita y se vocifera delante de los criados, y todas son huellas de fango contra el buen nombre de la casa...

      

      Sofía ha mirado con ira hacia los cortinajes por donde Ana acaba de desaparecer aprovechando la ocasión de quitarse de en medio. Luego, dulcificado el gesto, se acerca hasta apo­yarse en el brazo de su hijo:

—Renato, deja a Aimée. No creo que ella tenga arte ni ni parte en la resolución de su hermana. Te ruego que me escuches. Hay que detener el escándalo... Catalina estuvo de acuerdo conmigo. Cuando fuimos a decírselo a Mónica, tuvimos la grata sorpresa de que espontáneamente tomase ella esa reso­lución. Creo que es lo mejor que puede pasar. Romperá ese lazo matrimonial que es una ignonimia, tomará los hábitos, y a nosotros no nos quedará sino tratar de olvidar que existe un bandido llamado Juan del Diablo...

—Yo no voy a olvidarlo ni voy a permitir que, una vez más, sea Mónica la sacrificada. No es justo que todos la empujen, que todos se empeñen en que purgue un delito que no ha cometido. ¿Dices que había tomado esa resolución voluntaria­mente? No lo creo, madre. Veo en todo eso la mano de Aimée. Ya he empezado a conocerla como a hipócrita e intrigante...

—Es tu esposa y será la madre de tu hijo. Si no puedes ya amarla, respétala al menos y no insistas en hablarle en el estado en que estás. Te aseguro que Mónica está muy conforme. Si no me crees, habla con Catalina... Acabo de dejarla en mi alcoba. Pregúntale y ya verás cómo te convences de que nadie pretende sacrificarla. Anda con Catalina. .. Yo procuraré que Aimée me abra, y no me opondré a que hables con ella cuando estés más tranquilo. Ve... Te lo ruego, Renato...

 

 

Renato se ha alejado al ruego imperativo de su madre. Sola en la antecámara, frente a la temblorosa doncella a la que ha hecho salir de su escondite tras las cortinas, deja doña Sofía caer su máscara de severa dignidad, se crispan de cólera sus labios y relampaguean sus ojos al asegurar:

. "Tu ama no está en la casa, ¿verdad?

—¿Cómo no, señora? Está ahí dentro...

—¡No mientas más! Delante de mi hijo es preciso disimular muchas cosas, pero a mí no vas a negármelo. Salió disfrazada con tu ropa... La vieron salir y pensaron que eras tú... ¿En­tiendes? Me habían dicho que tú habías salido, pero al verte, me he dado cuenta de la verdad. ¡Era ella... ella.. . y tú, cóm­plice inmunda. ..!

—¡Aay! —se queja la doncella—. Yo no tengo la culpa de nada...

—¡Pues tú eres la que vas a pagarlo! ¡Mañana sales para Campo Real, y Bautista te arreglará las cuentas!

     —¡No! ¡No, señora! —clama Ana espantada—. Yo no hice '—     nada... Yo no tengo la culpa... A mí me manda mi ama, y si  no la obedezco, también dice que me envía para Campo Real...

—Es a mí a quien tienes que obedecerme. Yo soy tu ama... en mi casa naciste esclava, y has comido el pan de los D'Autremont los años que tienes. ¡A mí sola has de servirme!

—Usted me mandó que sirviera a la señora Aimée, me  mandó que fuera su doncella... Pero no me mande a Campo '     Real... Yo hago lo que usted quiera...

  —¡Ve a buscarla! Encuéntrala cuanto antes... En una  hora, en dos... Hazla entrar por donde mismo la sacaste, para  que mi hijo la halle en esta alcoba cuando la puerta se abra.     ¡Date prisa! Consigúelo, Ana. ¡Que Renato no se entere de esto,  o te haré desear no haber nacido! ¿Entendiste? ¡No pierdas un minuto más! ¡Corre! ¡Lárgate! ¡Que esté en esa alcoba antes de una hora, o serás tú la que todo lo pagues!

 

 

         Hacia la parte más baja de la rica y populosa ciudad de Saint-Pierre, allí donde es más profunda la curva de la bahía, se extiende un barrio de casas pequeñas y calles estrechas, cuyas estribaciones alcanzan, trepando, casi hasta la falda del Mont Pelee. Barrio de tabernas y marineros, de garitos y mujeres perdidas... inquieto barrio de fiestas y pendencias, donde como resaca recia y amarga llega el deshecho de la palpitación de la ciudad. Es allí donde arde un carnaval de alcohol, de broncas risotadas, de bromas salvajes... un carnaval en el que muchas veces corren juntos el ron y la sangre. Ahora, los parroquianos de uno de aquellos sórdidos establecimientos han abierto un círculo de rostros congestionados, de ojos lascivos, de manos ávidas con dificultad se contienen, y en el centro de aquel círcu­lo, al son apagado y ancestral de las tamboras africanas, una mujer baila la más obscena de las danzas nativas, con retorci­mientos de sierpe y aullidos de lobo. Baila... baila... mientras corre el sudor, haciendo brillar su carne de ébano... Apoyada en el brazo del teniente Britton, Aimée de Molnar sonríe, ex­trañamente fascinada por el ritmo de aquella danza, y en voz baja y expresiva comenta:

       —¿Te gusta. Charles? Es una danza bruja. La primera vez que se ve bailar, pueden formularse tres deseos. Dicen que uno de los tres se logra siempre. Pero hay que pedirlo mojando dos dedos en sangre. Ahora van a degollar un cordero. ¿Quieres probar? ¿Quieres realizar tu mayor deseo. Charles?

     —Si. ¡Quiero pedir que esta noche no se acabe jamás! Que sea tan larga como mi vida, y pasarla a tu lado; pero...

—Aguarda... Espera... Ya degollaron al cordero, ya traen la sangre en esas jicaras. La ofrecen a todo el que la quiera. ¡Pronto! ¿Tienes una moneda? Échala en el fondo y moja los dedos...

—Es absurdo. Como espectáculo puede pasar, pero...

¡Pronto! —Aimée ha extraído de su bolso una moneda de oro, arrojándola al fondo de la jicara llena del rojo liquido viscoso. Luego, tomando bruscamente la mano del .teniente, la hunde en él, mientras le apremia:

—Pide... Pide por mí... Pide tres veces lo mismo... Que se realice lo que yo estoy pidiendo en este momento. Piénsalo conmigo... con toda tu fuerza... con toda tu voluntad...

Por segunda, por tercera vez, ha obligado al oficial a hundir su mano en la sangre del cordero, que en una jicara ofrece un mocetón africano. Luego, mientras él limpia con repugnancia su mano en el pañuelo, ella se aleja hacia la puertecilla que da a una especie de terraza, y aspira ávidamente el aire salobre que llega desde el mar...

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