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CORAZON SALVAJE

CORAZON SALVAJE

1

LA TORMENTA DE octubre ruge sobre el inquieto Mar de las Antillas... Es de noche, y las ráfagas de un -viento hura­canado hacen estrellarse contra los acantilados de rocas las olas gigantescas, que caen luego, en hirviente manto de espuma, ba­jo el azote de la lluvia.;. Negro está el cielo; y la tierra, como sobrecogida. Es la costa brava que se abre, primero en pequeñas ensenadas, en playones estrechos, y luego, unos pocos metros más allá, se convierte en selva espesa... Tierra antillana sobre la que ondea la bandera de Francia...        

Un barco entra en el puerto de Saint-Pierre, a despecho de los elementos desencadenados... y uniéndose al concierto del viento y"de las olas, la salva de honor de veintiún cañonazos le saluda desde el fuerte de San Honorato...

AI mismo tiempo que la fragata, que ya se acoge a la rada de Saint-Pierre, un pequeño bote desvencijado ha ganado mila­grosamente la arena de una diminuta playa próxima a la ciu­dad, y su único tripulante salta, metiéndose en el agua hasta la cintura, para arrastrar el frágil cayuco, librándolo de la furia renovada de los elementos...

La luz vivísima de un rayo ha iluminado de pies a cabeza al audaz marinero, que en noche tal arriba a la ensenada. Es fuerte y ágil; con flexible soltura de felino da unos pasos ale­jándose del mar, para erguirse después, como calculando-el peligro del lugar en que dejó su bote. Tiene la piel tostada por ta intemperie; ancho y fuerte el cuello; los hombros, cuadrados;

las caderas, estrechas; las manos, callosas, y los pies descalzos, que parecen aferrarse como zarpas a la tierra que pisan.. .Pue­de tener apenas unos doce años...

El ominoso estampido de un trueno agitabas sombras noc­turnas. .. El muchacho, dominando su primer movimiento de, temor instintivo, mira de frente al firmamento oscuro, donde marcan los rayos los latigazos de su vivida luz, y exclama:

—¡Santa Bárbaral                      

Por un momento parece vacilar, mas -no es por temor. La horrible noche no le produce espanto... Sólo calcula, con mira­da certera, qué camino debe seguir para llegar más pronto a la ciudad cercana, cuyas luces se apiñan alrededor de la bahía.

 

 

Palpa el pequeño sobre que como un tesoro lleva entre sus ropas mojadas, mira de nuevo al bote que dejara sobre la arena y echa a andar con paso silencioso y rápido...

—Si no se da usted prisa, llegaremos tarde a la fiesta del Gobernador, amigo D'Autremont.

—¿Prisa? Nunca me di prisa por nada ni por nadie, amigo Noel; sin contar con que llueve a cántaros. Pocos serán los in­vitados que no se retrasen esta noche, y además, el Mariscal Pont-mercy llega en esa fragata que vio usted entrar hace veinte mi­nutos escasos. El es el invitado de honor...

—No más que usted, amigo mío. La fiesta es en honor de ambos, y el coche está aguardando desde hace mucho rato.

—Está bien, amigo Noel... Vamos, pues... Francisco. D'Autremont se ha puesto de pie con ademán de elegante fastidio... Ha dado unos pasos a través de la lujosa estancia, y se detiene en medio del vestíbulo, con gesto de extrañeza al oir los fuertes aldabonazos que repentinamente cu­bren el lugar con sus ecos... Disgustado, interpela altanero a su criado:

—¿Quién llama de ese modo, Bautista?

—Iba a verlo en este momento, señor —responde el criado—. No sé quién pueda ser el atrevido...

—Pues ponlo en su lugar —ordena, tajante, D'Autremont. Una ráfaga dé. viento y lluvia hace irrupción, silbando, en el elegante vestíbulo; y airado, D'Autremont grita:

—¡Cierra esa puerta, estúpido!

Antes que el criado logre cerrarla, el importuno visitante ha penetrado de un salto; los revueltos cabellos mojados sobre la frente, el cuerpo semidesnudo chorreando agua sobre las al­fombras... tan sorprendentemente atrevido y audaz, que Fran­cisco D'Autremont y Pedro Noel retroceden al verle, apagada la indignación por la sorpresa...

—¡Caramba! —exclama Noel.

—¿Pero qué es esto? —indaga D'Autremont.

—Busco al señor Francisco D'Autremont... —explica el muchacho con decisión.

—Debe ser un loco, señor... —interviene el criado—. ¡Voy a...!      .   ,   -

—¡Ahora, déjalo en paz! —ataja imperativo D'Autremont.

—¿Es usted don Francisco D'Autremont? —inquiere el mu­chacho—. ¿Es usted, señor?

        —Si, soy yo... Pero tú, ¿quién eres? ¿Y qué diablos te pasa para atreverte a llegar a mi casa de esta manera?

—Mi nombre es Juan. Vengo desde el Cabo del Diablo pa­ra traerle esta carta. El señor Bertolozi se está muriendo y dijo que tenía usted que llegar antes de que él acabara. Si es usted de veras el señor D'Autremont, venga conmigo... Traje mi bote para llevarlo... ¿Vamos...?

El muchacho ha dado un paso hacia la puerta, pero se de­tiene observando el rostro de Francisco D'Autremónt, que le mira estupefacto, en la mano el mojado sobre de la carta que acaba de entregarle.. .Es un hombre alto y distinguido, que viste con extraordinaria elegancia... A su lado" Pedro Noel, su amigo y notario; rechoncho y bondadoso, mueve la cabeza como si no pudiese dar crédito -a lo que está viendo y escuchan­do, y con. sorpresa y disgusto a la vez, pregunta: '

—¿Llevar al señor D'Autremont en tu bote?

—¡Cuando digo yo que es un loco...! Lo mejor será lla­mar para que vengan a llevárselo... —insiste el criado.

¡Quieto! —ordena D'Autremont. Luego, como recordando, murmura—: Bertolozi... Bertolozi...

—Dijo que fuera usted en seguida, que él, por desgracia, no podía esperar demasiado. Si .salimos ahora mismo, al ama­necer estaremos allá.

—Bertolozi se está muriendo..: — susurra D'Autremont.

—Eso aseguró el curandero... Que no llegará a mañana..;

Y le dejó un remedio, pero él no se lo quiso tomar y me mandó con esta carta... Dijo que usted tenía que ir allá...

—Pues está completamente equivocado. No conozco a nin­gún Bertolozi... —exclama D'Autremont, ceñudo.

¡No es posible, señor! Si es usted don Francisco D'Autremont...                        

¡No conozco a ningún Bertolozi! —recalca éste. Se vuelve hacia su amigo y le invita—: ¿Vamos, Noel?

—¡Pero, señor.. .1 —se lamenta el muchacho, Ha salido seguido del notario, sin volverse a mirar al muchacho, y salta ;el cochero del pescante para abrirle la puerta del carruaje. Por un instante contempla la mojada carta, la hunde luego en su bolsillo, y entrando al coche ordena con voz fuerte:

—Al palacio del Gobernador. ¡Pronto!

El muchacho se acerca, gritando implorante:

—¡Señor... señor... señor...!

Todo es inútil. El coche se ha alejado; el muchacho vacila un instante, y luego echa a andar bajo la lluvia que azota la calle...

Pedro Noel, el notario de la familia'D'Autremont, con las gruesas manos apoyadas sobre la empuñadura'de plata de su bastón, mira de reojo al hombre que va a su lado. A pesar de la brusca respuesta dada al muchacho, a pesar de su gesto gla­cial, Francisco D'Autremont parece hondamente conmovido, profundamente preocupado. Tiene los labios apretados y las mejillas pálidas... Las inquietas manos cambian a cada instan­te de posición y con frecuencia palpan el húmedo sobre guar­dado en su bolsillo... Al fin, el notario, tras mirar y remirar, arriesga una palabra:

—¿No va usted a leer esa carta? Puede tratarse de .algo real­mente Importante. Cuando se obliga a un niño a venir desde el Cabo del Diablo hasta la ciudad, para traerla en una noche como ésta... será porque ese Bertolozi, a quien usted no conoce, tiene absoluta necesidad de decirle algo... —Baja la voz y, en tono insinuante, explica—: Bertolozi-.. A mí ese nombre me suena...

—¿Cómo...?

—De momento no pude recordarlo, mas ahora voy haciendo memoria... Andrés Bertolozi llegó a la Martinica hará unos quince años. Pertenecía a una de las más distinguidas familias de poles... Trajo dinero para comprar una hacienda, y ad­quirió una bien extensa al Sudeste de la isla, con grandes plan­taciones de café, tabaco y cacao. Pronto se convirtió en un -hombre opulento, alegre y liberal, franco y expresivo, como la mayor parte de los italianos, y trajo consigo a su esposa: una bellísima muchacha de laque estaba locamente enamorado...

—¡Basta! —le ataja, airado, D'Autremont.

Perdón... No creí importunarle. Me sorprende que no recuerde a Bertolozi. Usted estaba en Saint-Pierre cuando los días de su desgracia..."         

—¿A qué llama usted su desgracia?

—El principio de su desgracia fue la fuga de su esposa...

—¿Qué trata de insinuar?

—No insinúo, amigo D'Autremont... recuerdo. Bertolozi ju­ró públicamente matar al hombre que se la había llevado, pero el nombre de aquél quedó en el misterio. Ella desapareció para siempre y Bertolozi se dio a todos los vicios: bebía, jugaba, buscaba la compañía de las peores mujerzuelas del puerto... Al fin perdió la finca y, totalmente arruinado, desapareció él también. Pero recordando, recordando, me viene a la memoria algo que me dijo un amigo...

El coche se ha detenido frente a la puerta de la casa del Gobernador, mas Francisco D'Autremont no se mueve... Ten­so, crispado, vuelto hacia el notario, parece esperar sus ultimas palabras, que Pedro Noel pronuncia como a desgana, con una sutil insinuación resbalando de cada frase:

—Parece ser que el último pedazo de tierra que le quedaba era esa desnuda roca del Cabo del Diablo. Sobre ella, por sus propias manos, fabricó una cabaña, y allí es donde seguramente agoniza y desde donde le ha mandado llamar. ¿No le parece?

—Tiene usted la buena memoria más abominable que co­nocí jamás.

—¡Por Dios, amigo D'Autremont, es mi oficio...! Son tan­tas las historias que se escuchan cuando se manejan papeles de familia, que con frecuencia son el reflejo de dramas de alcoba. Por lo demás, Bertolozi fue un hombre interesante... Sus asun­tos dieron mucho que hablar, y su desgracia...

—No me interesa su desgracia. ¡Nunca fui su amigo!

—A veces, con ser enemigo basta para interesarse.

—¿Qué quiere decirme. Noel?

—¿Me autoriza para que hable francamente?

—¿Acaso no estoy pidiéndole que lo haga?

...

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