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Arthur Conan Doyle: El gato del Brasil
Sir Arthur Conan Doyle
Doyle, Sir Arthur Conan
(1859-1930), médico, novelista y escritor de novelas
policiacas, creador del inolvidable maestro de detectives Sherlock Holmes.
Conan Doyle nació el 22 de mayo de 1859 en Edimburgo y estudió en las
universidades de Stonyhurst y de Edimburgo. De 1882 a 1890 ejerció la medicina en
Southsea (Inglaterra).
Estudio en escarlata,
el primero de los 68 relatos en los que
aparece Sherlock Holmes, se publicó en 1887. El autor se basó en un profesor que
conoció en la universidad para crear al personaje de Holmes con su ingeniosa habilidad
para el razonamiento deductivo. Igualmente brillantes son las creaciones de los
personajes que le acompañan: su amigo bondadoso y torpe, el doctor Watson, que es
el narrador de los cuentos, y el archicriminal profesor Moriarty. Conan Doyle tuvo tanto
éxito al principio de su carrera literaria que en cinco años abandonó la práctica de la
medicina y se dedicó por entero a escribir.
Los mejores relatos de Holmes son
El signo de los cuatro
(1890),
Las aventuras de
Sherlock Holmes
(1892),
El sabueso de Baskerville
(1902) y
Su último saludo en el
escenario
(1917), gracias a los cuales se hizo mundialmente famoso y popularizó el
género de la novela policiaca. Surgió, y todavía pervive, el culto al detective Holmes.
Gracias a su versatilidad literaria, Conan Doyle tuvo el mismo éxito con sus novelas
históricas, como
Micah Clarke
(1888),
La compañía blanca
(1890),
Rodney Stone
(1896) y
Sir Nigel
(1906), así como con su obra de teatro
Historia de Waterloo
(1894).
Durante la guerra de los bóers fue médico militar y a su regreso a Inglaterra escribió
La
guerra de los Bóers
(1900) y
La guerra en Suráfrica
(1902), justificando la participación
de su país. Por estas obras se le concedió el título de
sir
en 1902. Durante la I Guerra
Mundial escribió
La campaña británica en Francia y Flandes
(6 volúmenes, 1916-1920)
en homenaje a la valentía británica. La muerte en la guerra de su hijo mayor le convirtió
en defensor del espiritismo, dedicándose a dar conferencias y a escribir ampliamente
sobre el tema. Su autobiografía,
Memorias
y aventuras,
se publicó en 1924. Murió el 7
de julio de 1930 en Crowborough (Sussex).
1
El gato del Brasil
Arthur Conan Doyle
E
s una desgracia para un joven tener aficiones caras, grandes expectativas de
riqueza, parientes aristocráticos, pero sin dinero contante y sonante, y ninguna
profesión con que poder ganarlo. El hecho es que mi padre, hombre bondadoso,
optimista y jactancioso, tenía una confianza tal en la riqueza y en la benevolencia
de su hermano mayor, solterón, lord Southerton, que dio por hecho el que yo, su
único hijo, no me vería nunca en la necesidad de ganarme la vida. Se imaginó que,
aun en el caso de no existir para mí una vacante en las grandes posesiones de
Southerton, encontraría, por lo menos, algún cargo en el servicio diplomático, que
sigue siendo espacio cerrado de nuestras clases privilegiadas. Falleció demasiado
pronto para comprobar todo lo equivocado de sus cálculos. Ni mi tío ni el estado se
dieron por enterados de mi existencia, ni mostraron el menor interés por mi
porvenir. Todo lo que me llegaba como recordatorio de ser el heredero de la casa
de Otswell y de una de las mayores fortunas del país, eran un par de faisanes de
cuando en cuando, o una canastilla de liebres. Mientras tanto, yo me encontré
soltero y paseante, viviendo en un departamento de Grosvenor—Mansions, sin más
ocupaciones que el tiro de pichón y jugar al polo en Hurlingham. Un mes tras otro
fui comprobando que cada vez resultaba más difícil conseguir que los prestamistas
me renovasen los pagarés, y obtener más dinero a cuenta de las propiedades que
habría de heredar. Vislumbraba la ruina que se me presentaba cada día más clara,
más inminente y más completa.
Lo que más vivamente me daba la sensación de mi pobreza era el que, aparte de la
gran riqueza de lord Southerton, todos mis restantes parientes tenían una posición
desahogada. El más próximo era Everard King, sobrino de mi padre y primo carnal
mío, que había llevado en el Brasil una vida aventurera, regresando después a
Inglaterra para disfrutar tranquilamente de su fortuna. Nunca supimos de qué
manera la había hecho; pero era evidente que poseía mucho dinero, porque compró
la finca de Greylands, cerca de Clipton—on—the—Marsh, en Suffolk. Durante su
primer año de estancia en Inglaterra no me prestó mayor atención que mi
avaricioso tío; pero una buena mañana de primavera, recibí con gran satisfacción y
júbilo, una carta en que me invitaba a ir aquel mismo día a su finca para una breve
estancia en Greylands Court. Yo esperaba por aquel entonces hacer una visita
bastante larga al tribunal de quiebras, o Bankruptcy Court, y esa interrupción me
pareció casi providencial. Quizá pudiera salir adelante si me ganaba las simpatías
2
de aquel pariente mío desconocido. No podía dejarme por completo en la estacada,
si valoraba en algo el honor de la familia. Di orden a mi ayuda de cámara de que
dispusiese mi maleta, y aquella misma tarde salí para Clipton—on—the—Marsh.
Después de cambiar de tren a uno corto, en ese empalme de Ipswich, llegué a una
estación pequeña y solitaria que se alzaba en una llanura de praderas atravesadas
por un río de corriente perezosa, que serpenteaba por entre orillas altas y fangosas,
haciéndome comprender que la subida de la marea llegaba hasta allí. No me
esperaba ningún coche (más tarde me enteré de que mi telegrama había sufrido
retraso) y por eso alquilé uno en el mesón del pueblo. Al cochero, hombre
excelente, se le llenaba la boca elogiando a mi primo, y por él me enteré de que el
nombre de míster Everard King era de los que merecían ser traídos a cuento en
aquella parte del país. Daba fiestas a los niños de la escuela, permitía el libre
acceso de los visitantes a su parque, estaba suscrito a muchas obras benéficas y, en
una palabra, su filantropía era tan universal que mi cochero sólo se la explicaba
con la hipótesis de que mi pariente abrigaba la ambición de ir al parlamento.
La aparición de un ave preciosa que se posó en un poste de telégrafo, al lado de la
carretera, apartó mi atención del panegírico que estaba haciendo el cochero. A
primera vista me pareció que se trataba de un arrendajo, pero era mayor que ese
pájaro y de un plumaje más alegre. El cochero me explicó inmediatamente la
presencia del ave diciendo que pertenecía al mismo hombre a cuya finca estábamos
a punto de llegar. Por lo visto, una de las aficiones de mi pariente consistía en
aclimatar animales exóticos, y se había traído del Brasil una cantidad de aves y de
otros animales que estaba tratando de criar en Inglaterra.
Una vez que cruzamos la puerta exterior del parque de Greylands, se nos
ofrecieron numerosas pruebas de esa afición suya. Algunos ciervos pequeños y con
manchas, un extraño jabalí que, según creo, es conocido con el nombre de pecarí,
una oropéndola de plumaje espléndido, algunos ejemplares de armadillos y un
extraño animal que caminaba pesadamente y que parecía un tejón sumamente
grueso, figuraron entre los animales que distinguí mientras el coche avanzaba por
la avenida curva.
Míster Everand King, mi primo desconocido, estaba en persona esperándome en la
escalinata de su casa, porque nos vio a lo lejos y supuso que era yo el que llegaba.
Era hombre de aspecto muy sencillo y bondadoso, pequeño de estatura y
corpulento, de cuarenta y cinco años, quizá, y de cara llena y simpática, atezada
por el sol del trópico y plagada de mil arrugas. Vestía traje blanco, al estilo
auténtico del cultivador tropical; tenía entre sus labios un cigarro, y en su cabeza
un gran sombrero panameño echado hacia atrás. La suya era una figura que
asociamos con la visión de una terraza de bungalow, y parecía curiosamente
desplazada delante de aquel palacio inglés, grande de tamaño y construido de
3
piedra de sillería, con dos alas macizas y columnas estilo Palladio delante de la
puerta principal.
¡Mujer, mujer, aquí tenemos a nuestro huésped! —gritó, mirando por encima de su
hombro—. ¡Bien venido, bien venido a Greylands! Estoy encantado de
conocerte, primo Marshall, y considero como una gran atención el que hayas
venido a honrar con tu presencia esta pequeña y adormilada mansión campestre.
Sus maneras no podían ser más cordiales. En seguida me sentí a mis anchas. Pero
toda su cordialidad apenas podía compensar la frialdad e incluso grosería de su
mujer, es decir, de la mujer alta y ceñuda que acudió a su llamada. Según tengo
entendido, era de origen brasileño, aunque hablaba a la perfección el inglés, y yo
disculpé sus maneras, atribuyéndolas a su ignorancia de nuestras costumbres. Sin
embargo, ni entonces ni después trató de ocultar lo poco que le agradaba mi visita
a Greylands Court. Por regla general, sus palabras eran corteses, pero poseía unos
ojos negros extraordinariamente expresivos, y en ellos leí con claridad, desde el
primer momento, que anhelaba vivamente que yo regresara a Londres.
Sin embargo, mis deudas cran demasiado apremiantes, y los proyectos que yo
basaba en mi rico pariente, demasiado vitales para dejar que fracasasen por culpa
del mal genio de su mujer. Me despreocupé, por tanto, de su frialdad y le devolví a
mi primo la extraordinaria cordialidad con que me había acogido. Él no había
ahorrado molestias para procurarme toda clase de comodidades. Mi habitación era
encantadora. Me suplicó que le indicase cualquier cosa que pudiera apetecer para
estar allí completamente a mi gusto. Tuve en la punta de la lengua contestarle que
un cheque en blanco resultaría una ayuda eficaz para que yo me considerara feliz,
pero me pareció prematuro en el estado en que se encontraban nuestras relaciones.
La cena fue excelente. Cuando de sobremesa, nos sentamos a fumar unos habanos
y a tomar el café, que, según me informó, se lo enviaban, seleccionado para él, de
su propia plantación, me pareció que todas las alabanzas del cochero estaban
justificadas, y que jamás había yo tratado con un hombre más cordial y
hospitalario.
Pero, no obstante la simpatía de su temperamento era hombre de firme voluntad y
dotado de un genio arrebatado muy característico. Lo pude comprobar a la mañana
siguiente. La curiosa animadversión que la señora de mi primo había concebido
hacia mí era tan fuerte, que su comportamiento durante el desayuno me resultó casi
ofensivo. Pero, una vez que su esposo se retiró de la habitación, ya no hubo lugar a
dudas acerca de lo que pretendía, porque me dijo:
—El tren más conveniente del día es el que pasa a las doce y cincuenta minutos.
—Es que yo no pensaba marcharme hoy—le contesté con franqueza, quizá con
arrogancia, porque estaba resuelto a no dejarme echar de allí por esa mujer.
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¡Oh, si es usted quien ha de decidirlo...! —dijo ella y dejó cortada la frase,
mirándome con una expresión insolente.
—Estoy seguro de que míster Everard King me lo advertiría si yo traspasara su
hospitalidad.
—¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?—preguntó una voz, y mi primo entró
en la habitación.
Había escuchado mis últimas palabras, y le bastó dirigir una sola mirada a mi cara
y a la de su esposa.
Su rostro, regordete y simpático, se revistió en el acto con una expresión de
absoluta ferocidad, y dijo:
—¿Me quieres hacer el favor de salir, Marshall?
Diré de paso que mi nombre y apellido son Marshall King.
Mi primo cerró la puerta en cuanto hubo salido, e inmediatamente oí que hablaba a
su mujer en voz baja, pero con furor concentrado. Aquella grosera ofensa a la
hospitalidad lo había lastimado evidentemente en lo más vivo. A mí no me gusta
escuchar de manera subrepticia, y me alejé paseando hasta el prado. De pronto oí a
mis espaldas pasos precipitados y vi que se acercaba— la señora con el rostro
pálido de emoción y los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—Mi marido me ha rogado que le presente mis disculpas, míster Marshall King —
dijo, permaneciendo delante de mí con los ojos bajos.
—Por favor, señora, no diga ni una palabra más.
Sus ojos negros me miraron de pronto con pasión:
¡Estúpido! —me dijo con voz sibilante y frenética vehemencia. Luego giró sobre
sus tacones y marchó rápida hacia la casa.
La ofensa era tan grave, tan insoportable, que me quedé de una pieza, mirándola
con asombro. Seguía en el mismo lugar cuando vino a reunirse conmigo mi
anfitrión. Había vuelto a ser el mismo hombre simpático y regordete.
—Creo que mi señora se ha disculpado de sus estúpidas observaciones—me dijo.
¡Sí, sí; lo ha hecho, claro que sí!
Me pasó la mano por el brazo y caminamos de aquí para allá por el prado.
—No debes tomarlo en serio—me explicó—. Me dolería de una manera indecible
que acortases tu visita aunque sólo fuera por una hora. La verdad es que no hay
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